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La esencia militar en la revolución tecnológica

“Dedicado a los líderes con el deber sagrado de formar al militar del milenio”.

Vivimos tiempos de transformación acelerada. La revolución tecnológica —con avances como la inteligencia artificial, la robótica militar, la guerra cibernética y la automatización de sistemas— ha penetrado todos los ámbitos de la vida moderna, incluyendo la defensa nacional.

Frente a este fenómeno, es imperativo estar preparados no sólo en lo técnico, sino sobre todo en lo doctrinal y humano, para orientar a las nuevas generaciones de militares que se están formando en medio de estas turbulencias de cambio.

Es aquí donde adquieren protagonismo la visión estratégica, la sabiduría, el carácter y una preparación integral que permitan custodiar la esencia de la milicia, sin ceder a los espejismos del momento.

No hay duda de que las Fuerzas Armadas del presente y del futuro deben adaptarse a las nuevas herramientas tecnológicas. La guerra ya no se libra exclusivamente con artillería, fragatas y aviones, sino también con algoritmos, satélites y ataques virtuales que pueden paralizar un país entero sin disparar un solo proyectil.

Pero es un error pensar que, el alma de la defensa nacional, puede o debe mutar por completo hacia esos nuevos escenarios. Las tecnologías pueden ser nuevas, pero los principios rectores del arte de la guerra —el honor, el valor, la disciplina, el liderazgo ejemplar y el sentido del deber— siguen siendo los mismos desde que se organizó la primera legión.

La verdadera milicia no es un uniforme que se transforma según las modas. Es una vocación profunda empavesada de los símbolos y las tradiciones, una ética de vida y una doctrina estructurada que se ha perfeccionado a través de los siglos.

Pretender reemplazar esa base con un enfoque exclusivamente técnico o con discursos corporativos de eficiencia y modernización vacíos de sustancia estratégica, sería abdicar de la responsabilidad de formar soldados y marinos con conciencia de misión.

La tecnología, sin doctrina, forma operarios; la doctrina, con tecnología, forma guerreros lúcidos.

Por eso, aquellos dignos que han acumulado experiencia en el mando, deben asumir un deber ineludible: orientar, acompañar y guiar a los jóvenes que ingresan a las filas uniformadas en estos tiempos complejos.

No para imponerles un pasado que ya no existe, sino para legarles las herramientas críticas con las que se navega cualquier temporal: el pensamiento estratégico, la conciencia histórica, el temple ante la adversidad y la capacidad de discernir entre lo útil y lo peligroso.

Porque en medio del vértigo digital y del lenguaje mercantilista que hoy podría contaminar incluso el léxico militar, es fácil olvidar que la guerra no se gana con pantallas, sino con decisiones humanas y coraje real.

El verdadero mentor militar no es quien repite fórmulas antiguas ni quien se rinde ante cada novedad tecnológica. Es quien sabe integrar el pasado con el futuro, quien forma líderes capaces de actuar con firmeza en la incertidumbre y de comprender que el arte de la guerra es, ante todo, un arte humano.

No hay algoritmo que reemplace el juicio del comandante en el fragor del combate. No hay dron que tenga conciencia moral. No hay ciberarma que comprenda el valor del sacrificio.

Hoy más que nunca, necesitamos formar centuriones que no se dejen arrastrar por la corriente de lo inmediato, que no confundan innovación con superficialidad ni modernidad con relativismo institucional.

Debemos fondear en ellos el ancla visionaria del pensamiento profundo, del estudio constante y del ejemplo personal. Sólo así nuestras Fuerzas Armadas seguirán vigentes como columnas morales y estratégicas del Estado.

La revolución tecnológica seguirá avanzando, pero los militares que sirven a su patria con honor y sacrificio no pueden perder su norte.

La esencia militar no se programa; se vive, se siente y se transmite. Y ese legado solo lo pueden entregar quienes no han olvidado que, en medio del cambio, la columna vertebral del guerrero, junto a la disciplina, es su carácter. Y ese, ni se digitaliza ni se improvisa. Se forja.

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