PENSAMIENTO Y VIDA
Optimismo ontológico
El jueves 31 es la festividad de San Ignacio de Loyola y es justo que escriba algo sobre él. Teilhard de Chardin escribió en su célebre libro “El medio divino”: “No me parece que exagere al afirmar que para las nueve décimas partes de los cristianos practicantes, el trabajo humano viene a ser como un estorbo espiritual” (pág. 52). Y más adelante añade: “En virtud de la creación, y aún más de la encarnación, nada es profano en la tierra para quien quiera ver” (pág 54). El planteamiento, por otro lado, de Teilhard coincide plenamente con el del Concilio Vaticano en su constitución “Gaudium et spes”: “El hombre redimido y hecho nueva criatura en el Espíritu Santo puede y debe amar todas las cosas creadas por Dios. De Dios las recibe y como procedentes de la mano de Dios las mira y las respeta. Por ellas da gracias a su Bienhechor y, al hacer uso y disfrutar de todo lo creado, en pobreza y libertad de espíritu, llega a posesionarse verdaderamente del mundo como quien no tiene nada, pero todo lo posee; ‘todo es vuestro, vosotros sois de Cristo y Cristo de Dios’ (1 Cor 3, 23)” ( n. 37, parr. 4). Teilhard era jesuita y no hizo otra cosa en el Medio divino que reflejar la espiritualidad ignaciana. No eran pocos los que en tiempos de San Ignacio, con resabios maniqueos, defendían que para encontrar a Dios a plenitud había que huir del mundo. Con fuerza y aliento horaciano, Fray Luis de León lo expresó lúcidamente en su inmortal oda: “Qué descansada vida/ la del que huye el mundanal ruido,/ y sigue la escondida/ senda, por donde han ido/ los pocos sabios que en el mundo han sido.// Que no le enturbia el pecho/ de los soberbios grandes el estado/ ni del dorado techo/ se admira fabricado/ del sabio moro en jaspes sustentado.// Del monte en la ladera,/ por mi mano plantado, tengo un huerto;/ que con la primavera/ de bella flor cubierto,/ ya muestra en esperanza el fruto cierto//. Son muchos los que afirman que Fray Luis de León escribió tan inspirados versos con ocasión del retiro de Carlos V al monasterio de Yuste. El planteamiento ignaciano es totalmente diverso. El universo no es freno ni rémora del diálogo íntimo con Dios ni de la vida espiritual, sino, por lo contrario, encuentro arrebolado con Él y ocasión continua de “amor y servicio a su Divina Majestad”. Todo lo que nos rodea es para él regalo de Dios al ser humano, presencia suya, actividad suya, reflejo suyo y expresión multiforme de su infinito amor. Es ilógico, según esto, que el mundo circundante nos aleje de Dios y que para encontrarlo sea necesario huir de él. Para San Ignacio el amor hay que ponerlo en obras; y el amor de Dios está expresado precisamente en el complejo mundo que nos rodea y envuelve, obra de sus manos. En el Principio y Fundamento de sus célebres Ejercicios Espirituales nos advierte ya diáfanamente que “todas las cosas sobre la haz de la tierra han sido creadas para el hombre y para que le ayuden en la prosecución del fin para que es creado” (n. 23). Previamente había definido cuál era ese fin: “El hombre es creado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios Nuestro Señor y mediante esto salvar su alma”. En modo alguno le servirían para ese fin “todas las cosas sobre la haz de la tierra” si ellas o alguna de ellas fuese mala. El tema, pues, planteado ya en el Principio y Fundamento, lo retoma al final de sus “Ejercicios” y lo desarrolla con profundidad en lo que él llamó “Contemplación para alcanzar amor”. San Ignacio sabe que la ley del cristiano, la ley del Nuevo Testamento, es la ley del amor, de ese amor, que como él escribe al inicio de las Constituciones de los jesuitas, el Espíritu Santo inscribe e imprime en los corazones, frase esta que la tomó de la carta de San Pablo a los Romanos en el capítulo ocho. Según esto, la santidad y perfección cristiana la pone él en la radicalidad existencial de los actos personales, en la entera donación de uno mismo, en dar y darse a Dios y al prójimo que es precisamente en lo que consiste el amor genuino. De todo esto resulta, como hemos dicho, que el encuentro con el mundo que nos rodea y en el que estamos insertos no sea obstáculo y rémora de nuestra santidad y perfección sino incentivo y reclamo. Todo cuanto nos rodea son dones de Dios al ser humano. Dice así San Ignacio en la contemplación para alcanzar amor: “El primer punto es traer a la memoria los beneficios recibidos de creaciónÖ ponderando con mucho afecto cuánto ha hecho Dios Nuestro Señor por mí y cuánto me ha dado de lo que tiene y consecuentemente cuánto el mismo Señor desea dárseme en cuanto puede según su ordenación y con esto reflectar en mí mismo, considerando con mucha razón y justicia lo que yo debo de mi parte ofrecer y dar a la Su Divina Majestad, es a saber, todas mis cosas y a mi mismo con ellas” Sorprende, en primer lugar, la multitud y variedad de estos dones de la naturaleza. En ellas muestra Dios al ser humano su ingenio y largueza. De tanto don recibido, Ignacio de Loyola saca la consecuencia de que el ser humano debe por su parte ofrecer y dar a Dios y al prójimo todo cuanto tiene y es. Cuanto le rodea al ser humano no sólo es don divino sino que es también presencia divina. Pablo, cuando llegó a Atenas se fue directo al Aerópago. Era el mejor lugar para hablar a los cultos atenienses de Cristo. Sus palabras fueron estremecidas y estremecedoras. “Atenienses, en cada detalle observo que son Ustedes en todo extremadamente religiosos, porque paseándome por ahí y fijándome en los monumentos sagrados he encontrado un altar con esta inscripción “Al Dios desconocido”. Pues de ese que veneran sin conocerlo es del que yo vengo a hablarles. Es el Dios que hizo el mundo y todo lo que contiene; ese que es Señor de cielo y tierra y que no habita en templos construidos por los hombres ni le sirven manos humanas; y que quiere que lo busquen a Él, a ver si al menos a tientas lo encuentren ya que Él no está lejos de nosotros. En Él vivimos, nos movemos y existimos” (Hechos de los apóstoles, 17, 22-28) San Ignacio expresa esta realidad con fuerza: “Mirar cómo Dios habita en las criaturas: en los elementos, dando el ser; en las plantas, vegetando; en los animales, sensando; en los hombres, dando entender; y así en mi dándome ser, animando, sensando y haciéndome entender. Y así mismo haciendo templo de mí, siendo criado a la similitud e imagen de su divina Majestad” (235). A Santo Tomás de Aquino le gustaba ponderar la omnipresencia divina por esencia y por potencia. El mundo circundante no es sólo don y presencia divina sino también actividad suya a favor del ser humano. San Ignacio nos manda “considerar cómo Dios trabaja y labora por mí en todas las cosas creadas sobre la haz de la tierraÖ en los cielos, elementos, plantas, frutos, ganados etc, dando el ser, conservando, vegetando y sensando Ö(236). Con el doble verbo de “trabajar y laborar” quiere decir San Ignacio que Dios trabaja sin descanso por nosotros. Esponja y emociona oír, al recibir un regalo, que no lo ha comprado sino que él mismo lo ha hecho. Es el caso de Dios con nosotros respecto a toda la creación. Hay otro aspecto, que no escapó a la perspicacia de San Ignacio. Es que Dios no solamente nos da dones sino que en ellos se da a sí mismo. Toda verdad, bondad y belleza, creada por Dios en el mundo que nos rodea y en nosotros como criaturas suyas, es reflejo de la verdad, bondad y belleza divinas. Desciende de ella como los rayos dependen del sol y el agua de la fuente. Poéticamente lo dijo San Juan de la Cruz: “mil gracias derramando,/ pasó por estos sotos con presura/ y yéndolos mirando/ con sólo su figura/ vestidos los dejó de su hermosura/.” San Ignacio de Loyola, más sobriamente, pero no sin un sutil halo poético escribe en su castellano del siglo XVI: “Mirar cómo todos los bienes y dones descienden de arriba, así como la mi medida potencia de la suma e infinita de arriba; y así justicia, bondad, piedad, misericordia, etcétera; así como del sol descienden los rayos y de la fuente las aguas” (237).
