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OTEANDO

“Solo hay que temer al temor”

En muchas ocasiones he escuchado a varios psiquiatras de renombre local e internacional advertir acerca de los peligros del miedo, la culpa y la vergüenza en tanto “pasiones básicas del alma humana”. Es el enfoque que da al tema, por ejemplo, el eminente médico dominicano, doctor José Rafael Dunker Lambert, en su libro titulado “La psicología del hombre caído”. Gestionar tales pasiones con pretensiones de conjurarlas no es asunto que parezca fácil. Sobre todo, si tomamos en cuenta que tienen su ascendencia en factores y elementos que -desde mi modesta perspectiva- van, desde la memoria genética hasta los factores antropológicos, por lo que se recomienda con frecuencia, acerca de tal pretensión, desaprender.

Vaya usted a ver el desafío que implica la propuesta de solución fundada en el acto de desaprender. Máxime, si tomamos en cuenta -en el caso de la memoria genética- la complejidad deducida del “acostumbramiento” celular a reaccionar ante determinados estímulos de una forma equis y, de igual manera, la complejidad de ese proceso, vinculado y vinculante, que ha de ocurrir entre el sistema nervioso central y el sistema nervioso parasimpático a la hora de responder ante los ya indicados estímulos, convirtiendo estos es respuestas a veces psicológicas y somáticas. Porque, a diferencia del medio condicionante como causa, pues uno, profano en la materia, no encuentra a qué método asirse a la hora de disciplinar aquello de la memoria genética.

El desafío deviene mayor no ya cuando se trata de personas adultas, sino ante el especial manejo que demanda educar al niño que te habla de su miedo sin ni siquiera poder razonarlo en su ontología. Él no podría deconstruir el miedo como lo haría un adulto -y más particularmente un docto en la materia- ni en sus dimensiones etiológicas ni en las consecuenciales, pero lo siente, lo padece. Es torturador ver un niño impotente cuando expresa su miedo: ellos lo sienten y padecen muy a menudo ante lo desconocido, ante la amenaza de ataque, y ante todo lo que pueda construir su ilimitado sentido de imaginación. Y sería productivo detenerse en los tipos de miedo para saber cómo gestionarlos, lo cual supongo tiene un catálogo muy vasto.

A mis hijos, desde pequeño, les enseñé el aforismo griego “solo hay que temer al temor”. Y sé que así debe ser, pero hoy ya no estoy tan seguro de que la sola repetición mántrica de la expresión constituya fórmula mágica para el conjuro del fenómeno. Necesitamos hacer más.

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