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El rostro cruel de las pandillas

Un Estado débil y/o incapaz han servido para abrir las puertas al surgimiento de poderosas bandas de pandillas en varios países latinoamericanos. Haití es mejor ejemplo del poder que pueden alcanzar cuando las instituciones fracasan.

Existen algunos estudios sobre el surgimiento y fortalecimiento de las pandillas en la época moderna en varios países latinoamericanos, entre los que destacan Haití, El Salvador, Guatemala, Honduras, Ecuador, Brasil, Venezuela, México y Colombia, países que comparten algunas características, aunque tienen también marcadas diferencias.

Si bien su presencia es objeto de noticias a nivel local por los delitos que cometen, la zozobra que crean y el poder que pueden llegar a tener, raramente alcanzan los grandes titulares de la prensa internacional, como sí ha sucedido recientemente con el caso de Haití, en donde evidentemente las pandillas han alcanzado un protagonismo inusual en la vida política nacional.

En efecto, en el pequeño y empobrecido Haití operan unas 23 pandillas reconocidas, pero dos de ellas, la “Familia G9” y la “G-Pép”, rivales entre sí, han logrado un poder enorme, al extremo de que las fuerzas de seguridad gubernamentales reconocen que no son capaces de hacerles frente por su gran capacidad de respuesta armada. De hecho, muchos de los integrantes de la “G9” son exagentes de policía.

Su expansión organizacional y económica les ha permitido tener contactos en la alta política haitiana, lo que explica su nivel de influencia en la crisis que arrastra el país. Extorciones, secuestros, asesinatos, asaltos, amenazas y cualquier cantidad de crímenes que cometen, les han convertido en un terrible y vergonzoso exponente del Haití del siglo XXI.

Pero, ¿cuál es el “caldo de cultivo” para que estas pandillas –o maras, como se les conoce en algunos de nuestro países– surjan y se fortalezcan tan rápidamente?

Pues deben converger algunos elementos y, en casi todos los países mencionados, estos están presentes. Los estados fallan en su obligación de generar un ambiente de desarrollo para los jóvenes, el trabajo es escaso y casi siempre mal remunerado, la educación insuficiente, los sistemas de justicia débiles, el narcotráfico permea y corrompe, las fuerzas de seguridad responden mal o a medias, la pobreza se señorea y, para colmo de males, las sociedades pierden valores y gran parte de los pandilleros proviene de hogares o familias desintegradas o disfuncionales.

En resumen, los pandilleros son producto del abandono del Estado y la sociedad misma. Los jóvenes encuentran en ese tipo de organizaciones un medio fácil, no solo de sobrevivencia, sino incluso de acceso a tener por medio del crimen organizado todo lo que otros obtienen por medio del trabajo. Es más fácil secuestrar y cobrar un rescate millonario que trabajar meses y hasta años para conseguir un monto similar.

Ante este escenario tan dramático, es fácil comprender que las pandillas se nutren por el fracaso de los distintos gobiernos y por la indiferencia que muchas veces alcanza a la sociedad, esa misma que pronto se vuelve blanco o enemiga de las pandillas, llámense estas “G9”, “Salvatrucha”, “Barrio” y demás. Lo peor de todo es que en la mayoría de casos, estos grupos o bandas, se convierten en aliados de estructuras de narcotráfico –los cárteles de la droga–, que las utilizan como fuerza de ataque o intimidación, incluso en sus particulares guerras internas por el control territorial.

Lo peor del caso es que las pandillas se van “desarrollando” en la medida en que tienen éxito en sus crímenes primarios y ven el potencial que hay en el mencionado narcotráfico, pero también en la trata de personas o el traslado de migrantes indocumentados. Su expansión en los negocios ilegales es cuestión de tiempo cuando no se combaten las causas.

El Salvador ha tomado la vía de la represión –aunque violando derechos humanos de muchos–, pero aún se debe esperar para ver si el Estado –léase Nayib Bukele– dará una respuesta más de fondo a las causas que originan y alimentan a las pandillas, pues de lo contrario solo se verá un paréntesis en sus actividades criminales en esa pequeña nación centroamericana.

En Haití la situación es crítica, pues, aunque se logre la restauración del orden político, las temibles pandillas seguirán siendo un “poder detrás del trono”, al que, al menos por el momento, pareciera que no se le puede confrontar de forma frontal y directa, no sin el apoyo de la comunidad internacional. No se trata de promover intervención extranjera, se trata de reconocer que estamos ante un Estado que requiere ayuda externa para salir adelante.

La crisis haitiana debe llamar a la reflexión a otros países. El camino no puede ser exclusivamente meter presos a todos los pandilleros, el camino es que los gobiernos de los países que están afectados con este cáncer, comprendan que tienen que trabajar en la prevención, que no es otra que educación, oportunidades de empleo, salud y un eficiente sistema de justicia. ¡Es hacer que la democracia funcione!

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