Drive my car (3 de 4)

(Mujeres, personajes guion y fotografía)

Con independencia de la historia literaria de Murakami, el filme se entrecruza con el teatro.

Con independencia de la historia literaria de Murakami, el filme se entrecruza con el teatro.

Con independencia de la historia literaria de Murakami, el filme se entrecruza con el teatro. Y enseña el estilo de un director frente a un elenco que en vez de usar vestuario, debe aprenderse los bocadillos de los personajes de memoria. En ese contexto, surgen subtramas complementarias y, todas juntas, conforman un panorama alrededor de los marcajes que sufre el protagonista por no querer, o no saber entender a las mujeres que conforman el elenco del filme, desde su esposa Oto hasta la aparentemente inofensiva actriz coreana, muda, sin olvidar a su joven chofer, quien le hace mirar su realidad, como su fuera su hija fallecida. “Drive my car” es un filme de mujeres, guion y resonancias fotográficas. Ellas son el centro de la historia.

Es revelador el uso de los primeros planos para describir el alma humana. La fotografía sabe mirar. Siempre busca, tanto en su mundo interior como el del joven que conoció a su esposa, a quien le molesta ser fotografiado en público. Busca al director no por su sabiduría dramatúrgica, sino para restregarle su pecado. Salta esa cámara de un lado a otro sin preferencias, pues solo importa la profundidad de la trama a manera de parábola. Los personajes afirman, procesan, tragan y soportan.

Un gran momento, transcurre en la colocación de la cámara dentro del auto como espía de esa extensa conversación (quince minutos de metraje), con confesión y lágrimas del joven que divulga un relato de la mujer fallecida que ella ocultó al marido. Esta secuencia, en primer plano, va alternando ambos rostros. Y enfrenta asombro contra celos. Aporta complejidad dramática de un joven que conoció datos íntimos de una pareja, ajenos a él. El silencio de la joven chofer es otro protagonista. Ella escucha mucho y conversa poco, es clave para conformar y entender a su empleador. Eso sucede durante los viajes de ambos y en la reproducción de las cintas grabadas por su esposa con bocadillos de “Tío Vania” para que él los responda. La joven juzga silenciosa, sombría, observadora y atenta a toda información que va escuchando. Oculta hasta el final su tragedia. La cámara la capta de perfil, con mirada fija en el retrovisor. El vehículo (rojo, igual que las llamas del basurero de Hiroshima donde ella halló su primer empleo), es el otro protagonista, simbólico por su color y su perfecto estado de conservación, gracias al cuidado de su dueño, el mismo cuidado que él no supo dar a su esposa.

Casi al final del filme su secreto va acompañado de unas hermosas y devastadoras tomas del campo lleno de nieve y la casa de la joven destruida, y ella, como testigo mudo, no rechaza el sentimiento paternal entre ambos. Ese sentimiento ya se vislumbra en otra escena, cuando las manos de ambos se dejan ver por el sunroof del vehículo, cada una con un cigarro encendido.

La musicalización, suave, cadenciosa, perfecta, es colocada donde debe. Aparece y desaparece junto con esa banda sonora que ilumina los reducidos espacios donde el filme se desarrolla.

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