SENDEROS
Dios se revela al corazón humano
Santo Domingo.- Los encuentros son experiencias que dejan una impronta transformante. Vamos a contemplar esta escena: los discípulos tienen miedo. Dos de ellos van huyendo de Jerusalén a Emaús, les acompaña la amarga experiencia del fracaso. Están desencantados. Es hora de asomarse al infinito, esperanzados y contentos. Caminamos con el Resucitado y también Él es compañero de vuelo hacia la cima más alta, donde sopla el viento fresco, la brisa que enternece, donde el aliento del Espíritu nos invita a nacer de nuevo. Es hora de anunciar y cantar, trabajar y proclamar. Los corazones tardíos, esclerosados o muertos, pueden descubrir la luz, la audacia inesperada que se regala en el destierro. Yendo de camino puede resonar en el corazón el eco del paso de un Jesús vivo que resucita a los muertos. “¡Oh lentos y tardos de corazón...!”, es el único reproche que les hace Jesús. Les habla de las Escrituras, de la necesidad de integrar el sufrimiento, la cruz, las sombras. Conversaban tristes y las palabras del peregrino acompañante les llegaron al corazón, “se lo enardeció”, y le invitaron a cenar: “¡Quédate con nosotros, porque anochece...!” Jesús se queda, se sienta a la mesa y lo reconocen en la mirada, en el gesto de partir el pan... Nuestra vida de peregrinos es un viaje de ida y vuelta. De Jerusalén a Emaús y de Emaús a casa, donde está la “familia” para anunciar. “De pronto se desata una luz poderosísima en tu interior, y dejas de ser el hombre que eras hace sólo un momento. Se dilata mágicamente el tiempo, como en aquellos días tan largos de la infancia, y respiras al margen de su oscuro fluir y de su daño. Una actitud insólita te habita el ser: todo está claro, todo ocupa su lugar, todo coincide, y tú sin lucha lo comprendes....”. (E. S. Rosillo, citado por J. M. Velasco en Mística y humanismo. PPC, 2007). Dios se hace el encontradizo en los corazones que escuchan. Si estamos esclerosados difícilmente percibiremos su eco. A menudo fluye en la contemplación silenciosa de la Palabra, o del cimbrear de los pinos que se divisan a través de la ventana o en el hermano que en su debilidad se nos acerca sin pedir, pero buscando ayuda. Este es el encuentro cotidiano y cercano al que todos estamos llamados; en él descubriremos la luz.