OTEANDO
El beso roto de Carmela
Un beso contiene un universo. Puede encerrar el relato de la más larga historia de amor resumida en un segundo, en el parvo roce de unos labios sedientos de ternura. Unas veces transmite la incertidumbre deducida de un mensaje abstruso, y otras, la momentánea seguridad digna de aprehenderse para salvar la prisa, y evocarlo cuando los labios dadores asuman ya el cansancio. El beso de Carmela no era distinto en sus potencialidades, tampoco en sus enigmas, de estos encerraba más que cualquier otro beso. Pero, para Rómulo, quien lo recibió en aquella calurosa tarde de agosto, tenía un mensaje claro.
Se habían vuelto a encontrar después de un semestre “sabático”, de renuncia unilateral al “gobierno de la carne”. Ella, presa de un torturador sentimiento de culpa, pero sin despreciar toscamente a Rómulo, se alejó para seguir a su “dueño” anterior, primer depositario de sus besos. Pero no “primero” porque fuera quien la iniciara en ese arte capaz de trascender el simple ósculo y quemar en la hoguera de las pasiones el compartido desenfreno de lo inevitable, sino porque, simplemente, fue él quien precedió a Rómulo, y había resultado el damnificado mayor de su enredo con este. Sí, ese era Virginio.
La conversación en este nuevo -y potencialmente último encuentro- giró en torno a los miedos de Carmela: era presa del sentimiento de culpa. Contrario a Rómulo, su visión del mundo estaba cincelada al amparo de ese constructo que los creyentes llaman pecado y que los evolucionistas desdeñan. Era incapaz de incluirse en una suerte de visión psicológico-evolutiva que le propiciara la paz y la seguridad de saberse inimputable por su humano comportamiento e ínsita tendencia. Jamás se dio el permiso de pensar una divinidad dueña de omnipotencia tal que obliterara toda posibilidad de un mundo de tinieblas, y un monarca que lo rigiera y lo coordinara. De modo que el diablo tentador seguía ahí, en la cabeza de Carmela, adueñado de esta como hábil manipulador de su razonamiento, y más aún, como responsable “ex oficio” de su caída en el fango de los bajos instintos. Dos lágrimas brotaron de sus almendrados ojos. Rómulo advirtió su inercia a un cambio de actitud. Intentó besarla, pero ella le ofreció la mitad de su cerrada boca, un beso a medias. Él lo recibió, para seguidamente evocar aquella mitad de beso con que ella lo sedujo un día fingiendo haberse turbado, ya que aquel “solo” tenía por destino la mejilla de Rómulo. Entonces fueron, este y aquel, el beso roto de Carmela.