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Entregándose al viejo rito dos jugadores se aprestan a mover sus pasos en negras y blancas. Así la noche infinita combate y el día reclama por sus fueros.

Tal y como sugiere J. L. Borges en su poema “Ajedrez”, que como el juego es eterno se ha hecho larga la guerra al extenderse por el planeta de tablero en tablero. Deshaciéndose en mediodías, decimos nosotros, para componerse con luceros.

El viejo que mueve las blancas saltó desafiante con su caballo ligero la plebe de los peones y cambió de manos en el aire, a su izquierda.

Las negras respondieron tranquilas y se movió un peón. Largo silencio y todo el ejército, lenta y eficazmente batallaba.

Torres fuertes y rectas. Columnas de laterales se movían. Avasallantes, gallardas… la nobleza de una brevedad fortificada, cual fortaleza móvil que resiste embates y aclara el camino de las tropas.

Alfiles de sesgo político, leales; pero, aspiran. Fulminando con golpes oblicuos, descargados a guisa de latigazos de serpiente y mandobles, alternando la inteligencia con una firmeza que quebranta las armaduras y deshace escudos y yelmos. Raudos desde la eficacia de las diagonales.

Porque cada etapa histórica los replica, ya como el Conde Duque de Olivares que hace de válido del rey Felipe IV, ya como Fouché (el genio tenebroso de S. Zweig) que le vela el sueño a Napoleón.

Y se fue llenado el tablero de muertes que siguen la estrategia; y la fatalidad de la táctica se imponía. Porque siempre sacrifica vidas el rigor adamantino de la estrategia al filo de las cargas de espanto con peones.

Las negras que han sufrido mucho, se reagrupan. Esta vez es un corcel que salta con un giro mortal a la derecha, que vuelve y toma aire, reivindicando la causa de la noche; y es cuando, por primera vez, alcanza a ver las estrellas, mientras Orión –el Cazador—le hace un guiño y le dice: ¡Ánimo!

Los reyes—ambos soberanos—, que no lo parecen, hacen su juego que más asemeja a intrigas que artes de caballeros. Pasos cortos de conveniencia. Manidos por el “rendez-vous” de las cortes, han olvidado su origen humilde de gladiadores. Es la holganza del rey David, que se repite en los tiempos, cuando mirando el jardín vecino se quedó observando a Betsabé—que era ajena—, y al desearla terminó trabándose con ella, y traicionando a Urías el hitita.

Es Boabdil, el último rey musulmán, distraído en sus funciones de estado, que cuando se pierde Granada en la reconquista de la península ibérica, es recriminado amargamente por su madre, la sultana Aixa, “la Honesta”, cuando esta le increpa a su hijo: “Llora como una mujer, lo que no supiste defender hombre”; o, es el rey Herodes, que enredado en su propia babosería y en los deseos de venganza de Salomé, que había bailado en el banquete real a instancias de su madre Herodías, le entrega la cabeza de Juan Bautista en una bandeja de plata.

Y, mientras lucen atrapados en una parsimonia marchita, consecuente con el padecimiento que le es propio al llevar una pesada corona, señalan sin donaire el campo de batalla, ambos asistidos a modo de guion con unas notas, ya manoseadas al límite, de “El Arte de la Guerra”, del general Sun Tzu.

El torneo, desenvolviéndose con abuso de escaramuzas, fatiga el tablero de colores que se odian entre ellos. Las banderolas injurian y trapos, no banderas, con tremolinas se increpan. Son los estandartes, ya maltrechos, por el fragor del combate de estos ejércitos que simbolizan lo más querido y sagrado de naciones llenas de orgullo e historia.

Los jugadores que se han pasado la vida contendiendo se observan en silencio. Los años ya pesan, y ellos, que hoy mueven las blancas, mañana las negras. Han aprendido que sea de día o de noche, lo importante en “el noble juego” es moverlas. Y que esa es la vida: contienda de blancas… refriega de negras.

Pero un grito sale del tablero, y la última torre blanca avanza derribando en el gabinete de tinieblas un alfil siniestro; pero un peón, agazapado en sus aspiraciones y audacia, asalta la torre con pólvora turca y lombardas eficaces, rindiéndola a sangre y fuego; reivindicando además, que antes, desde esa misma atalaya, le habían arrojado los aceites ardientes de la difamación y la injuria.

Ambas reinas encarnizadas y glaciales ordenan, se protegen reservándose para el final. Una con el espíritu ambicioso e impaciente de Lady Macbeth instigando a Macbeth contra el rey Duncan, en el drama de Shakespeare; y, la otra, repitiendo a modo de un mantra y como si fuera una letanía infinita, la expresión alusiva a los Reyes Católicos, Isabel de Castilla y Fernando de Aragón: “Tanto monta, monta tanto, Isabel como Fernando.” Los reyes impulsados por un destino común avanzaron fatalmente hasta anularse en una trampa donde la víctima fue vengada –románticamente—por la reina negra.

Queda poco en el campo de batalla, son varios los crepúsculos que han pasado, crepúsculos de la noche, del día. El alba que está próxima anima a los ajedrecistas. Un viento solano sopla disipando el humo de la guerra, y el horror del combate es superado por el deseo de ganar. Apremiados por esta necesidad de una victoria a toda costa, aunque no sea gloriosa.

El último de los alfiles blancos remata en diagonal con un espadazo desesperado. Pero la reina –artera—vuelve y mata con astucia de mujer. Avanza peligrosamente buscando a su rival, que refugiada en su capa blanca, se protege con la postrera escolta de dos peones. Ella, que lo ha perdido aparentemente todo, casi como que espera el golpe final; mas no todo está perdido, y los peones avanzan al sacrificio enfrascándose con el caballo negro en lucha desigual.

Entonces se ha vuelto el tablero duelo de reinas, y con ellas lucha de capas y coronas. Supervivencia de las estirpes. Es pelea de augurios y profetas; no solo es heráldica, se trata además de prosapia y soberanía. Los esfuerzos para evitar el infortunio de un interregno fatal. Historia que se entreteje en sesenta y cuatro espacios. Porque son treinta y dos los combatientes. Infinitas la posibilidades.

Un desenlace global que cabe en un pequeño tablero, que implica la supervivencia de una civilización y su cultura, de un orden mundial o de otro; de familias enteras, de historias verdaderas y falsas, atrapadas en leyendas que se vienen repitiendo por siglos y siglos, conforme a las señales permanentes que definen una época.

Que hacen factible, por ejemplo, que con la caída de Constantinopla, termine la Edad Media y comience la Edad Moderna. Todo porque, de acuerdo a S. Zweig, en “Momentos estelares de la humanidad”… alguien dejó una puerta abierta.

Entonces fue cuando, finalmente, favorecida por el martirio de sus peones avanzó la reina blanca en calculado movimiento, perseveró el estratega diestro y jaque mate ganan las blancas.

Se levantan los rivales que cansados de mover blancas y apurar negras, se despiden sin ceremonia a esperar el día con noche de silencio.

Y entregarse al rito trascendente de lidiar con alfiles mientras se conjura el silencio, fortificando con torres que resisten el viento. Servirse de la noble brutalidad de los caballos, gobernar peones; juzgar reyes, resistir reinas.

Porque esa es la vida lector, lectora, ya que, por una dialéctica infinita que nadie en este mundo ha logrado detener todavía, hoy ganan las blancas y mañana las negras. Lo importante y definitivo, por ahora, es que se muevan. Deshaciendo mediodías para componer con luceros. Blancas y negras… negras, blancas.

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