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El dedo en el gatillo

¡Maldito el aprendiz!

Nicolás Guillén me descubrió un día, como diría César Vallejo, “cuando Dios estaba enfermo”. Me escuchó leer poemas junto otros de mi generación, sin mediar palabras, y se marchó a sus oficinas. Al poco día conocimos su veredicto. Para él, solo uno de nosotros era un gran poeta y los demás, podríamos intentar otros géneros, menos en la poesía. Se equivocó el maestro. Su poeta preferido, era un oriental (ya fallecido) vencido por los intrincados rumbos del vivir, mientras los demás quedamos a la buena de Dios porque, a diestra y siniestra, algo hicimos mal, o escribíamos peor. Hoy debo advertir que de aquel encuentro solo quedan ideas memorables, periodismo diverso, cuentos de camino y otras obras con olor a polvo.  

Por eso me extrañó que a la semana siguiente me citaran para integrar como miembro de número la brigada de escritores y artistas jóvenes “Hermanos Saíz”. Poco después, y en pleno ejercicio de mi osadía poética, trabé amistad con el Director de Extensión Cultural de la Universidad de La Habana, quien me requería con el simpático pseudónimo de “Beirosky” para ayudarlo en la edición de la revista académica de preparaba cada trimestre. Por aquellos tiempos quien esto escribe era un flamante miembro de la Juventud Comunista con carné rojo en mi bolsillo, del cual no me separaba ni para dormir.

No sé quien me propuso trabajar en la Casa de los Escritores y Artistas Cubanos por mi sonada militancia y mi lealtad ilimitada hacia la Revolución. Lo cierto fue que después de recorrer La Habana entera tratando de evitar injusticias a granel contra infelices, me llama a mi oficina el Director de Publicaciones, Relaciones Públicas y Eventos Internacionales: Nicolás Guillén quería hablar conmigo.

Lo que sucedió en el transcurso de esa conversación ya lo he expuesto en el lugar donde debía, así como lo que sucedió durante mi estancia laboral en ese centro donde entregué diez años de la única vida que tendré. Junto al poeta que vivía en mi interior, se movía un periodista en ciernes que ya no podía continuar escribiendo notas laudatorias a obras que no lo merecían.

Cuando emigré a Santo Domingo muchos escritores importantes me abrieron su amistad como si fuera una ventana sin cerrojos. De nada valió mi condición de cubano exiliado y el respeto que muchos de esos autores guardaban hacia las autoridades de mi país. Uno de ellos fue un crítico de cine que ya no existe, pero que admiré por su rebeldía, carácter y capacidad de polemizar sobre cualquier tema. Se llamaba Humberto Frías y aunque ya no existe, jamás podré olvidar sus atenciones, “bolas” a mi hogar y tertulias por la ciudad con afamados personajes de la fauna cultural. Nuestra amistad surgió en una conferencia que dictó sobre José Lezama Lima en la Casa Club de la UASD cuando aquello remozada en una entrecalle de El Conde Peatonal. Frías siempre se integraba a un grupo de amigos con la intención de llevarme a conocer la ciudad. Me concedió la membresía gratuita al Cine-Club que dirigía en una modesta sala que hoy el viento se llevó. Allí pude disfrutar filmes prohibidos en mi país junto a otros recién llegados pertenecientes a directores famosos. Con butacas dañadas, proyectores en mal estado, cintas mal conservadas y sin un presupuesto que lo ayudara a recomponer aquel espacio cultural que tanta falta hacía, el Cine-Club era el alma de Frías. Y al morir, aquel proyecto también desapareció del ámbito universitario.   

Con Humberto y otro amigo, cuyo nombre prefiero guardar, viví un episodio simpático. Ambos vencieron mi resistencia y me llevaron a un burdel ubicado en la parte alta de la ciudad. La dueña del lugar nos recibió con cortesía y nos ubicó en alrededor de una mesa sobre la cual lucía una botella de ron y vasos con hielo.

-Hoy no vamos a consumir. Solo hemos venido a traer a nuestro amigo cubano que nunca en su vida ha visitado un sitio como este. Él es el invitado, nosotros le pagamos lo que sea -le dijo.

La dueña dio unas palmaditas y en pocos segundos se exhibieron cuatro esbeltas muchachas que allí trabajaban. Nuestro acompañante de aquella aventura ya le había dado cuenta a una de ellas, por eso la saludó con especial afecto, sin dejar de mirarle a sus ojos.

El recuerdo de mi esposa lejana y de mis hijos pequeños, me contuvo el entusiasmo. Aquellas damas bebieron a nuestro alrededor y me pidieron que les hablara de Cuba, de cómo era la vida allí, y por qué no existían lugares como ese.

-De existir, existen. Solo pueden entrar algunos favorecidos -les susurré con vergüenza. Una de ellas me tomó de la mano y me pidió que la acompañara a sus aposentos. Era hermosa aquella joven, de ojos claros, piel canela y cabellos ensortijados. Me levanté y la acompañé hasta la puerta de si habitación, pero ella me detuvo.   

-Sé que no estás con animo de pasar un rato conmigo, se te nota en el rostro. Pero si alguna vez te falla tu relación, o quieres recomenzar tu vida, puedes buscarme aquí -ella me entregó un pedazo de papel con su dirección particular- Tengo un niño pequeño, pero no te preocupes por el muchacho. Mi familia lo cuidara. Tú y yo podemos recomenzar -finalizó, me soltó la mano y me invitó a dar marcha atrás. En la mesa, mis amigos comenzaron a corear en voz baja, y cuestionaron el tiempo de mi aventura con aquella extraña joven.

-Son doscientos pesos el polvo -dijo la dueña. Humberto pagó con un billete con la efigie de Cristóbal Colón, y la mujer se quedó con la devuelta.

-Es por la botella de ron que puse en la mesa. Aquí todo se paga.

Salimos de lugar y todavía las chanzas de mi supuesta aventura con la desconocida me retrotrajeron a una historia de princesas con final no muy feliz. Abordamos el vehículo de Frías y en él me dieron una bola hasta mi casa. Sin que se dieran cuenta, eché por la ventanilla abierta el papel con a dirección que minutos antes me dio la joven desconocida para supuestamente salvarme la vida. Salió volando por los aires de la noche al igual que mi esperanza de empezar con ella una aventura que pudo haber tenido un final feliz.

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