Sacerdotes para la iglesia dominicana del presente
Seminario Mayor
Comienza un nuevo año formativo y académico en nuestro Seminario Pontificio Santo Tomás de Aquino, nuestro gran seminario nacional, que bien pudiéramos considerar, más que el alma mater del clero nacional, el corazón de nuestra Iglesia Dominicana. Cierta eclesiología calificará esta aseveración de clericalizada, pero la mística pastoral de nuestra Iglesia sigue estando marcada por la gestión pastoral del ministerio ordenado.
La formación sacerdotal está en el punto de mira de las reformas introducidas por el Santo Padre para asegurar una de las claves del nuevo modo de entender el quehacer eclesial, marcadamente periférico, dialogal, laical, misionero y sinodal: la Iglesia en salida.
Lejos de representar esto una grieta en la visión eclesial de lo que deben ser los futuros pastores y guías de la Iglesia, es más bien una interpelación, una mirada crítica y hasta cierto punto incómoda, que invita a dejarse llevar por las mociones pneumatológicas con las que Dios a través del magisterio reciente quiere indicar un nuevo camino, para volver a comenzar desde Cristo, no tanto desde la demostratio, sino desde el testimonium, el martureö, la testimonianza cristiana que da cuenta de la experiencia de Dios.
Una filosofía dialogal
Gozamos en Occidente de una tradición filosófica que se ha constituido últimamente como mentalidad de apertura, tolerancia, escucha, criticidad, interpretación y comunicación. Aunque los seminarios y las escuelas eclesiásticas de filosofía van a lo seguro con los clásicos griegos y latinos y con las tradiciones vinculadas a san Agustín y santo Tomás de Aquino, nos complace muchísimo saber que el último siglo de la filosofía occidental en sus aulas, es un período de culto, marcado por el interés hermenéutico, la crítica del lenguaje, la filosofía de las religiones, de las ciencias, del lenguajes y de las religiones, y una ya aquilatada tradición epistémica acerca del estatuto de la filosofía latinoamericana. Una era dorada que marca en gran medida la base filosófica de nuestros seminaristas, aunque se echa de menos una profundización en temas de ética social y discurso político.
El Concilio Vaticano II sentó las bases para que como Iglesia nos sintamos en la obligación de ser interlocutores válidos para el mundo y su propia autonomía, logrando así esa interacción provechosa que se espera entre fe y razón, vida cristiana y cultura. Desde Dilthey y Nietzsche, pasando por Husserl, Russell, Zubiri, Ortega, Heidegger, Habermas, Chomsky hasta Juan Pablo II, Vattimo y Ratzinger, se ha tejido una provechosa y diversa matriz de pensamiento desde la cual releemos e interpretamos las categorías que deslindan las fronteras de nuestro mundo.
Una teología
kerigmática
Estamos en el momentum eclesial del testimonio. La credibilidad de la Iglesia descansa en su capacidad para echar mano de su legado milenario de sencillez y humildad, de ese cara a cara que invita a la fe y a la confianza en Dios, de esa manera de relacionarse que despierta o suscita esperanza e ilusión. El sueño de una vida que no acaba es una escaramuza con la visión pesimista de un mundo pasajero y sin novedad. El Evangelio, noticia fresca y refrescante que plantea un nuevo horizonte a la vida humana, es la clave para entender el discurso de Dios, no ya desde la demostración de su existencia, sino por medio del testimonio que da cuenta de su experiencia.
Así las cosas, asegurando su base dogmática, bíblica, moral y celebrativa, nuestra teología debe apostar a ser una inteligencia de la fe centrada en lo que se dice de la experiencia de Dios, más que de Dios mismo. ¿Cómo puede hablarse de Dios al hombre y la mujer de hoy, a los niños, niñas, jóvenes o adolescentes? No es desde la cabeza, sino desde el corazón. Hay todo un campo por descubrir cuando se une nuestro testimonio cristiano con la habilidad humana de comunicar emociones y sentimientos, hablando desde dentro y gritando desde las entrañas la parresía apostólica que encendió de fuego divino la Iglesia naciente.
Una pastoral
de la comunión
La gran exigencia que se plantea hoy a la formación sacerdotal consiste en asegurar que los futuros pastores sean verdaderos hermanos y hermanas que, al estar al frente de la comunidad cristiana, sean gestores de comunión, cercanía, familiaridad y fraternidad. La Iglesia, muy diversa en muchísimas diferentes realidades, tiene ante sí el desafío de saber aglutinar en el mismo testimonio a quienes se confiesan en la misma fe y adhesión eclesial. Un pastor es para reunir el rebaño, no para “demacharlo”, dividirlo o hacer clasificaciones. Su misión es que la comunidad eclesial se asemeje a aquel misterio insondable de intimidad, unidad y amor perfecto que subyace en la realidad eterna de las Tres Divinas Personas.
Una Iglesia sinodal
y ecuménica
Solo esta visión y acción de la Iglesia impulsadas hoy por el Espíritu harán creíble el mensaje evangélico y la convertirán a ella en garante y protagonista de excepción de un germen de vida nueva que lleve al mundo por caminos nuevos, en los que la vida y a las relaciones verdaderamente humanas adquieran toda su relevancia. He aquí el meollo de lo que significaría una Iglesia que, sabiéndose tocada por Dios, de quien procede, busca la cercanía y la fraternidad con otras comunidades y confesiones cristianas, dando a la categoría sinodal una dimensión universal que traspasa las propias instancias o fronteras eclesiales.
Necesitamos a los futuros sacerdotes, hombres verdaderamente humanos y terrenos que encarnen al Dios eterno que se ha hecho hombre, Enmanuel. Maranatha.
El autor es Obispo de N. S. de la Altagracia