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En educación y el trabajo: ¿caer en gracia o ser gracioso?

Desde la década de 1960, las ciencias de la conducta, el aprendizaje y el rendimiento analizan los efectos de la belleza física personal en las oportunidades y las relaciones. La biblioteca Central PudMed (PMC, por sus siglas inglesas) acopia uno, del 2013, de Critopher Marquis y cols., titulado “Atractivos y logros: status, belleza y empleos en China y Estados Unidos”, publicado por el American Journal of Sociology.

Este aborda el impacto -“bien documentado”- de la belleza en los entornos del mercado laboral y educativo, indagando cómo desde el contexto escolar secundario se construyen relaciones sociales, se logran progresos académicos y ventajas socioeconómicas a largo plazo sólo por ser atractivos. El argot y cultura nacionales lo expresan con la frase “Más vale caer en gracia que ser gracioso”.

Según se postula, los jóvenes físicamente atractivos sufren menor estigma social y tienen mayores oportunidades de integración social, lo cual, a su vez, “los ayudan a acumular recursos psicosociales que respaldan su desempeño académico”, seleccionándolos “para actividades sociales que los distraen de las buenas calificaciones”.

Mediante análisis cualitativo de los resultados de una encuesta longitudinal nacional de salud adolescente, observaron que “los beneficios del atractivo fluían a través de una mayor integración social, pero se veían parcialmente contrarrestados por distracciones sociales, especialmente relaciones románticas/sexuales y problemas relacionados con el alcohol”. Para los propios adolescentes, el atractivo físico “podía conducir a un trato favorable por parte de profesores y compañeros de clase, al tiempo que incitaba a los jóvenes a hacer hincapié en la socialización y las citas”, incluso a costa de las responsabilidades académicas y de marginar a otros compañeros de clase.

Este tipo de estratificación social adopta formas diversas —dicen—, y “crea una distribución desigual de los recursos y las oportunidades” abordadas por estudios amparados en métodos y paradigmas relativos a la raza, el género, la clase social “y otras formas importantes de estratificación que organizan poderosamente la experiencias” de las personas en los ecosistemas, como hicieron Duncan, Huston y Wisner (2007); Entwisle, Alexander y Olson (2005); García Coll y Marks (2009) y, finalmente, McLoyd (1998).

En esta estratificación, lo ético columpia entre antípodas al devenir factor determinante para calificar de “buenos” o “malos” a los demás. Esto, aunque parezca increíble, afecta sus perspectivas socioeconómicas, afirman para agregar: “a pesar de otros muchos factores” y, naturalmente, cualidades. Esta realidad, alegan, confirma “la documentada prima salarial por atractivo físico entre los adultos en el mercado laboral” reportada por las investigaciones de Hamersmesh (2011) y Hosoda, Stone-Romero y Coats (2003); desigualdad socioeconómica basada en el atractivo físico que “se ha convertido en una fuente importante de acciones legales en los tribunales estadounidenses”, según Rodhe (2010), afectando los vínculos laborales, interpersonales, íntimos y sociales, a lo largo de la vida, generando efectos psicológicos y conductuales, como desde los años 60´s del siglo XX reportaron Erikson (1968) y Foffman (1963).

Tal discriminación incide en el rendimiento educativo y laboral como mecanismo de compensación antitético: promueve el acercamiento a autoridades y al poder sin mayor requerimiento y, también, facilita el desarrollo de competencias en aquellos con menos oportunidades de fiestas y citas.