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La luz al final del túnel, ¿en Haití?

La respuesta a la duda acerca de si por fin hay esperanzas de poder salir del actual estado de caos imperante en Haití es afirmativa. Claro está, afirmativa, si se asume que la intervención foránea en ese país es un ‘mal menor’, dada la evidente desarticulación del Estado haitiano en términos de gestión administrativa, ordenamiento legal, sostenibilidad medioambiental y económica, así como de control del territorio.

Ahora bien, que quede claro, no se trata de un sí incondicional. El desafío que tiene por delante el pueblo haitiano, en general, es superlativo. Pero no solo este dado que, en particular, resulta imposible ignorar el papel que juegan sus encumbradas élites empresariales y comerciales, así como las autoridades morales y las que ahora ocupan posiciones gubernamentales, tales como el recién nombrado Primer Ministro, su gabinete, además del prometedor Consejo de Transición Electoral.

En dicho maremágnum, no todo es cuestión de orden y presencia policial, sustentada en una fuerza internacional. Falta por encauzar la conciencia cívica y la civilidad de toda una población consciente de que ninguna intervención armada extranjera ha servido de cimiento sostenible de algún estilo de convivencia pública próspera y pacífica. Se trata de un objetivo difícil de alcanzar, puesto que ese modus vivendi ha de estar cimentando, no en la fuerza bruta ni en el comportamiento de algún ensimismado prepotente, sino cimentado bajo la universalidad de ordenamientos institucionales y jurídicos que gocen de esa legitimidad que solo la ciudadanía puede conceder.

Por demás, a todos los observadores del último de los desacuerdos escenificados en suelo haitiano les conviene que aquella claridad al final del túnel no termine siendo la de un tren que transita en vía contraria. Sin excepción, a todos nos conviene colaborar con el éxito de este nuevo preludio en la historia haitiana; y, si fuere de lugar y llegara la hora, que “seamos realistas y hagamos lo imposible”.

Para ilustrar esa conveniencia internacional, a modo de botón de prueba, sirva un ejemplo nacional, el dominicano.

Pero ¿qué puede hacerse en y desde la República Dominicana para que la susodicha luz, asumiendo que la fuerza policial finalice siendo satisfactoriamente conformada como prevista, no termine siendo preludio de una colisión frontal?

La respuesta implica asuntos principales. Ante todo, contar con una política exterior lo más comprehensiva posible. Una que asuma, tanto lo que ha sido principio y fundamento de la posición dominicana en lo relativo a lo haitiano, en Haití, como tareas que como tales nos conciernen.

En ese horizonte de cosas, debemos y podemos (política y legalmente) seguir reiterando como principio lo consabido: en la República Dominicana no hay solución a los problemas de Haití. Al mismo tiempo, y sin por ello contrariar ni contradecir lo antedicho, nos conviene cuanto antes doblar la esquina electoral recién pasada y diversificar el discurso.

En efecto, por añadidura a lo ya reiterado hasta la saciedad, también tenemos remedios que aportar para superar toda una serie de problemas que son comunes a ambos países. E, igualmente, contamos con salidas realistas a un amplio rosario de adversidades y contrariedades que -producto de la complicidad criolla y/o de designios macabros de agentes y potencias foráneos- implican un sinnúmero de males e inconvenientes que acarrean la desorganización del aglomerado haitiano, en territorio dominicano. Y, ni qué decir del mal y las críticas que nos acarrea la vana suposición de que ‘escobita nueva barre bien’, cuantas veces ella pone en entredicho el principio de continuidad de Estado, como por ejemplo cuando interrumpe ejecutorias oficializadas a propósito del derecho de gentes conocidas y por reconocer.

A la hora de afrontar aquellos problemas, esas adversidades, amén de dichas críticas, nuestra contribución bien puede asentarse en los lineamientos -aún vírgenes, dicho sea de paso- del Pacto de Nación suscrito el año pasado. Asimismo, en la capacidad de enfrentar objetivamente cualquier relato falaz, en tanto que exagerado o infundado, que siembre suspicacias y rencores en almas díscolas, proclives a enfrentamientos inútiles entre grupos y sectores dominicanos y haitianos.

De ahí la conveniencia de establecer lazos recíprocos de entendimiento, capaces de superar enfrentamientos estériles e impedir que los asuntos binacionales que nos atañen sigan acumulándose y empeorando, a falta de políticas y soluciones propias.

Por demás, en cualquier hipótesis, el maniqueísmo es de mal augurio. No todo es la existencia de buenos y malos, divididos entre imputados o autodenominados de impura o de pura cepa.

En resumidas cuentas, el sol está por salir para todos tras ese destello de luz al final del túnel haitiano. Luego del necesario mal menor de la disimulada intervención policial en Haití, renace cierta esperanza allá, de carambola aquí y, quién lo sabe, allende las aguas del mar. Eso sí, es hora de tomar las mejores decisiones pertinentes al bien común de todos los implicados, gracias a mejores perspectivas de institucional convivencia y coexistencia solidaria y pacífica, en Haití y entre los más diversos pueblos de los que cosechan los frutos de la vetusta historia universal.

El autor es Antropólogo y filósofo, coordinador de la Unidad de Estudios de Haití, y director del Centro de Estudios Económicos y Sociales, P. José Luis Alemán, S.J., de la PUCMM.

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