El dedo en el gatillo

Cumpleaños feliz

El cumpleaños es privado. Su celebración transcurre como cualquier otro día para quienes no creen en la celebridad, ni buscan un recuerdo especial, innecesario. Los amigos felicitan, o entregan de buena fe presentes materiales. Pero en silencio. El hecho de divulgar esos detalles no solo es un acto de imprudencia, sino de una provocación al prójimo para sentirnos importantes.

Esa fecha es tan particular como célebre en el mundo interior de cada quien. Hace recordar que en las calles no siempre amanecen polvaredas. No se necesitan altavoces ni charangas para ellas, pero para gusto se hicieron colores.

Los míos se cuentan entre las ráfagas de aire que sobrevuelan por los aires. Los veo pasar como nubes invisibles que me hicieron feliz.

Usarlos en busca de aplausos especiales denota ausencia de respeto hacia los demás, afectos a flor de piel o cumplidos a corto plazos que se diluyen igual que los peces atrapados por una atarraya.

Hay quienes desean la celebración para lograr una exclusividad que no existe. O en busca de una efímera noción de permanencia en la memoria ajena. Llegan a gritar porque desean sentir cierto tipo de importancia social que solo existe dentro de ellos mismos, o en otros que sueñan como ellos. Dentro de esas “sorpresas”, o desmesuradas manifestaciones de prestancia individual habitan excesos ocultos a simple vista, pero que dejan marcas “en el potro más fiero o en el lomo más fuerte”, al decir del poeta peruano César Vallejo (1892-1938).

Esto pudiera integrar unas breves páginas de mis memorias porque acostumbro a no callar desavenencias con ciertas costumbres del tiempo donde vivo. Hace poco cumplí setenta y cuatro años de vida y no oculto la alegría de haber sobrevivido a lo enredado del camino que he tenido que cruzar para llegar a este presente, como diría el dicho: “Vivito y coleando”.

Llevo en la memoria el recuerdo de amigos que sin ningún interés y con tremendos respetos hacia mi persona, sin pedir nada a cambio, me han expresado, en este y en años anteriores, sentimientos de respeto que nunca podré olvidar. Y si lo relato no es por vanagloria, sino por ser un recaudo común para muchísima gente que prefiere la recompensa del silencio en vez de la estruendosa bullanguería. Solo basta escuchar la palabra del ser para pellizcarnos la piel y sentir que aún vivimos.

Creo que hecho publico mis regalos más preciados: el amor de mis tres hijos y la presencia de mis nietos viviendo en países distintos y distantes pero que los acogen con los brazos abiertos. De ahí en adelante, todo semeja una fontana donde el agua corre como la luz del sol para encender de resplandor cualquier bombilla apagada.

A nadie se le debe pedir que lo recuerden y menos en una fecha personal. O que le brinden un bizcocho o una cena, o le canten o le griten aquellos que buscan celebridad. Pasar inadvertido es el mejor regalo para alguien que no ha vivido en vano.

En las mejores familias todavía queda algo de respeto por quien mira al mar con la esperanza de recibir lo que puede obtener por llevar sobre sus hombros la raigambre de su estirpe. Y nada más.

Por estos días recuerdo a mis progenitores y no precisamente por ser mis padres, sino por la estoicidad de ambos para pasar en silencio la fecha de un nuevo nacimiento sin decirle nada a nadie. No se hablaba en casa, ni los gestos de congratulaciones, ni los envoltorios con pulseras o relojes. Claro, era otro contexto. Pero el corazón sabe latir “donde haya lumbre y vino”.

La única vez que mi madre pidió un regalo por su cumpleaños fue a un amigo de mi padre. Fue algo que todavía recuerdo porque me aviva la esperanza de habitar un mundo donde se recupere la sensatez. Ella fue hasta mi camastro enfundado en un mosquitero de nylon y me despertó de una de mis fiebres infantiles para entregarme algo que alguien se había tomado la molestia en adquirir. Abrí el envoltorio y dentro respiraba un libro de José Martí.

-Mamá, pero ese regalo es para ti. Hoy no es mi cumpleaños, sino el tuyo -le dije.

-Precisamente por eso. Alguien se ofreció para llevarnos a bailar a tu padre y a mí, pero preferimos que el congratulado fueras tú.

En La Habana que dejé atrás hace treinta y tantos años quedó ese libro que ayudó el despertar de mi inteligencia, esa que hoy se multiplica en aquellos que me han llamado, escrito o recordado el día de mi nacimiento, porque la empresa donde laboro anuncia en su red de empleados el onomástico de cada quien sin la debida autorización del cumpleañero. Por mi mente jamás ha cruzado la idea de anhelar algún tipo de esperpento material para endulzar ese indócil animal que vive dentro de nosotros y que algunos llaman ego.

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