El “candado” al modelo presidencial
Eduardo Jorge Prats puso nuevamente el tema sobre el tapete. Su artículo del viernes pasado en Hoy nos recordó que la reforma constitucional que se propone presentar el presidente de la República, incluye un “candado” al modelo presidencial. El objetivo sería complejizar la modificación del art. 124 de la Carta Sustantiva, de suerte que ningún mandatario en ejercicio aspire más de una vez de forma sucesiva a la primera magistratura de la nación.
En puridad, en este lado del mundo no existen textos fundamentales flexibles, toda vez que su reforma está condicionada a procedimientos agravados y distintos a los que se exigen para sancionar leyes ordinarias: “En lugar de distinguir entre constituciones rígidas y flexibles como en los umbrales del siglo hacia Bryce, de lo que realmente habría que hablar ahora es de constituciones con mayor o menor grado de rigidez”, explica De Vega García.
Ahora bien, la arquitectura constitucional está atada en su solo haz al principio democrático, y si bien es verdad que ninguna constitución debe acomodarse a los humores sociales del momento, el consenso requerido puede ser a tal punto excesivo que torne en ilusoria la posibilidad de su modificación. Con sobrada razón, Díaz Revorio sostiene que “Las constituciones han de conllevar un cierto grado de apertura frente a las tendencias contrarias al orden constitucional vigente”.
Desde luego, algunas cláusulas pétreas, esto es, que se presentan indisponibles, como la de la forma de gobierno, son saludables a la luz del ideal democrático, mas no así las que son producto de coyunturas políticas. Además de que la realidad no se inmoviliza, cerrar o dificultar exageradamente el cierre de las válvulas de escape que permiten abrir el orden a opciones ideológicas y políticas, conmutaría en nominal toda norma suprema.
La reelección presidencial consecutiva es, según el parecer de muchos, la fórmula más conveniente, pero sería absurdo afirmar que será así in aeternum. De ahí que el constituyente no deba amputarle al de las generaciones sucesivas la capacidad de adecuar el contenido del art. 124 en mención a su realidad y, en sentido general, a organizarse de acuerdo con las circunstancias históricas que le toque vivir. La existencia es un río de sucesos en muy violenta corriente, y así como el mundo de ayer en nada se asemeja al de hoy, no hace falta ser clarividente para presagiar que el de mañana será distinto al que vivimos.
Siendo la vida eminentemente dinámica, todo enunciado jurídico afronta el reto de adaptarse a la evolución que ella, con el devenir del tiempo, indefectiblemente comporta. La misma Constitución, obra humana al fin, no goza de infalibilidad, siendo oportuno recordar aquí lo que establecía el art. 28 de la francesa del 1793: “Un pueblo tiene siempre el derecho a revisar, reformar y cambiar su Constitución. Una generación no puede someter a sus leyes a las generaciones futuras”.
En síntesis, limitar insalvablemente el modelo presidencial sería una bomba de relojería que entraría en dramática colisión con la ley de las fuerzas en movimiento y, más importante aún, con el principio democrático. Debemos, pues, ponderar con sangre de pez, no con ella caliente ni en movimiento, la pertinencia de demandar una mayoría más calificada para variar el modelo presidencial que nos gastamos.
Después de todo, las enmiendas constitucionales, como enseñó Loewenstein, “son absolutamente imprescindibles como adaptaciones de la dinámica a las condiciones sociales en constante cambio”. No dudamos que el presidente Luis Abinader logre el necesario consenso político, pero es muy probable que más adelante, tal vez cuando no estemos ya en este mundo, la irreformabilidad del repetido art. 124 encienda polémicas volcánicas.
Otro aspecto destacado por el profesor Jorge Prats es el relativo a la necesidad de someter su modificación a un referendo aprobatorio. De ser así -y en lo particular disentimos- sería un filtro auténticamente soberano, traduciendo en innecesaria la pretensión de elevar las dos terceras partes de la mayoría absoluta de ambas cámaras que se requieren en la actualidad.
Finalmente, Eduardo puso, aunque de soslayo, la punta de su bastón en un tema aún más filoso: el alcance de la eventual de la reforma. Muy diferente a lo que aquí se ha creído y a lo que la conformación originaria del Tribunal Constitucional visó, ninguna enmienda del modelo presidencial habilita, en rigor, a nadie que haya quedado aprisionado en las consecuencias de la norma reformada.
Lo explicamos: salvo dos excepciones que no vienen al caso, el art. 110 constitucional establece que los enunciados normativos son aplicables a partir de su entrada en vigor, regla de la que no escapa la mismísima Ley Sustantiva, a menos que una disposición transitoria disponga lo contrario. Lo que ha dado pie a debates es el sentido que se le ha atribuido al término “ley” que aparece en su contenido.
Zagrebelsky era de opinión de que las normas “escritas en la Constitución no son más que leyes reforzadas por su forma especial”, lo que permite colegir que concretar la eficacia del principio de irretroactividad única y exclusivamente a las leyes adjetivas, obedece al capricho de quien así lo interprete. Más todavía, esa teoría se lleva de paso el aforismo Ubi lex non distinguit, nec nos distinguere debemus, cuya pervivencia como instrumento dialéctico no está en discusión.
Si el constituyente hubiera querido salvar las disposiciones supremas del radio de alcance del indicado art. 110, lo hubiese hecho. Nada se lo impedía, por lo que “ley” debe ser entendida en sentido amplio, o para decirlo de otro modo, ni la norma adjetiva ni la constitucional puede alterar válidamente las consecuencias de hechos, actos y negocios jurídicos asentados antes de la entrada en vigor del precepto modificativo.
El propio Tribunal Constitucional, en uno de sus contados vaivenes, consideró en su TC/0013/12 que el referido principio es “la máxima expresión de la seguridad jurídica en un Estado de derecho y, por tanto, debe ser fundamento en las actuaciones de competencia de todos los órganos del Estado, sin excepción”, elenco del que no hay razones para excluir al poder constituyente derivado.
Entonces, si sobre el supuesto fáctico de una regla constitucional ha recaído ya la consecuencia jurídica, ¿qué se supone que ocurra? Supóngase que la mayoría de edad es llevada a 21 años, ¿volverían a ser menores los que al momento de la reforma habían alcanzado ya los 18 años? Por supuesto que no; el anatema que resulta ser objeto de una enmienda posterior no desaparece. Se mantiene incólume, ya que de no ser así, la eficacia del texto reformatorio daría un salto atrás y regiría situaciones jurídicas anteriores a su existencia material.
Lo mismo sucede con el modelo presidencial. Si este y aquel quedaron inhabilitados en virtud de la Constitución vigente, ningún cambio ulterior pudiera liberarlos de las mallas impeditivas en las cuales quedaron atrapados, excepto que, como dijimos, una disposición transitoria proclame retroactivamente su operatividad en el tiempo. El hecho consumado está destinado a desplegar la normatividad propia de lo fáctico, como sostuvo Georg Jellinek: “El fait accompli es un fenómeno histórico con fuerza constituyente frente al cual toda oposición de las teorías legitimistas es, en principio, impotente”.