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Neuroética: La huella del cerebro moral

Desde la Grecia antigua hasta nuestros días, el descubrimiento de la Areté (virtud) evolucionó con el tiempo, transformando significados y valores, sin abandonar ni perder la esencia de su fundamentación intrínseca. Con el paso de los años y la revelación asombrosa de las interioridades del cerebro, nos percatamos que los humanos llegamos dotados de predisposición moral y de un elaborado sustrato neuronal que facilita el comportamiento prosocial. Que existe una equilibrada sintonía entre la plataforma biogenética cerebral (neurobiología del apego y los vínculos afectivos) y la conjunción de los procesos mentales que agregan sentido especial al propósito de la interacción social. Dado el contexto histórico y las relaciones primarias donde participan los individuos, desde los primeros años de la vida.

¿Por qué nosotros, que inventamos los ordenadores cuánticos, llegamos a las partículas subatómicas y hemos caminado sobre la Luna, tenemos personas que, sin motivos entendibles, sucumben ante la maldad? La respuesta es tan polisémica como intrigante. Opuesto al pensamiento del poeta Fernando Pessoa (1914) y del científico y bioquímico Jacques Monod (1910-1976), el valor de la vida, para la ética, no depende de un fenómeno del azar ni esquematiza un accidente cósmico; mucho menos “vivir parece un error metafísico de la materia y un descuido de la inacción”. La ética disciplina la razón como objeto de una vida adornada, sobre cualquier otro fin y deseo, por la justicia y la prudencia.

En el prólogo de su obra magistral, “El mundo y la economía a lo largo de la historia”, el erudito René Passet (2012) abre texto con una profunda exégesis que dibuja la pequeñez humana frente a la desmesura universal: “Nosotros seguimos siendo ese hombrecito patético y desnudo del dibujante Jean-Francois Batellier que, de pie en el planeta, pregunta con angustia al fondo negro del universo: ¿Hay alguien?”. Además de interrogar, brota aquí la curiosidad que dictamina el asombro, la impotencia que cuesta verse arrojado al desafío de vivir, bajo el tono gris de la duda y el sinsentido de la adversidad.

Adverso es todo aquello que nos contraía, supera y obstruye la puerta de espera. Que golpea nuestro bienestar, desnuda nuestra inveterada debilidad y altera nuestro mundo interior. A veces con tal dureza e intensidad que puede quebrar el estado anímico, oscurecer los sentimientos más limpios y cuartear el techo cristalino de la razón.

La adversidad es aguijón incesante que apuñala y somete la razón. Nuestra relativa fortaleza es biológica; nuestra fragilidad, emocional. Sin embargo, el padecimiento humano no decreta un destino predeterminado por el sólo hecho de existir (tipo Ciorán o Schopenhauer); únicamente categoriza la condición inflexible de nuestra engorrosa tarea existencial. Doblegados, todavía, por el dolor y la muerte, al menos contamos con herramientas cognitivas, psicológicas, conscientes y automáticas, avitualladas para la adaptabilidad y, a su tiempo, la resignación serena de abandonar con dignidad…

La filosofía, pionera en la desvelación del intelecto y la reflexión, no inventó la ética. Descubrió, eso sí, la urdimbre antiquísima del sistema de valores que, para el pensamiento griego, emergió con la conquista de la Areté (virtud). Al preguntarse si podíamos ser mejores, construyó la premisa fundamental de ésta: la costumbre y la repetición (ethos) que, como describe Pigliucci (2023), dorarían el carácter.

El nuevo atrio de la ética nos sitúa en un marco interdisciplinar que, cara a la posmodernidad, replantea un sendero compartido entre filosofía y neurociencias y, al interior de ese vastísimo campo, la neuroética. Con ínfimas divergencias, las neurociencias avalan la existencia de un rudimentario sentimiento moral desde el nacimiento, cincelado por la cultura, el contexto histórico y la experiencia. Somos éticos por naturaleza, aunque esta elevada posibilidad moral es de cada persona, no del cerebro in albis. En efecto, la neuroética describe la realidad y la función cerebral, endosadas por el canon prescriptivo que reorganiza las relaciones sociales. El cerebro, pues, es la maravilla potencial que puede y debe ser educada constantemente.

Nuestro éxito evolutivo, si así podemos llamarlo, ha construido la relación social y la formación de comunidades sofisticadas y complejas, mediante la interacción humana como insustituible estrategia prosocial.

Para Javier De Felipe (2022), neurocientífico, aunque parezca sorprendente y la mayoría ni siquiera lo sospeche, debajo del enmarañado bosque de los atributos cerebrales reposa la esencia humana. Las neurociencias apenas han desentrañado algo que antes aparecía como fuero inescrutable y misterio portentoso. Navegando a través del sustrato neuronal de nuestra consciencia, centellea esa capacidad que le permite al individuo percibirse de forma autorreflexiva, pensar y ponderar sus propios actos, razonablemente, frente al espejo exterior. Continuidad de percepción unificada, sostenida y coherente, reguladora de la vida emocional y del elemento abstracto (creencias religiosas, honor, ética, lealtad), influenciada también por los mismos –intrincados- mecanismos neuronales. La corteza prefrontal, su papel determinante en las funciones superiores, ha merecido el justo galardón de llamarse “órgano de la civilización” (Churchland, 2012).

Porque la ética no dimana exclusivamente de un sistema moral abstracto; el plexo de sus raíces, bioquímicamente estable, ahonda y optimiza la zapata de valores tendida entre el vestíbulo emocional y la historia biográfica de cada sujeto.

La ética entra en función cuando, aceptada nuestra vulnerabilidad y marcada desventaja histórica, subimos al plinto de la razón respondiendo a la adversidad del mundo. La moralidad empalma con la racionalidad porque sin ella jamás sería realizable. Justicia y felicidad conectan dos polos hacia donde deben navegar los seres humanos, en dirección del imán que atrae y nivela la brújula de la vida. Ya que, inescindibles como son todas las virtudes, una prudencia vaciada de justicia no alcanzaría meta alguna ni finalidad suprema.

En la oración del momento presente ha predominado el ego. Las adicciones desparraman y malgastan el sistema dopaminérgico (de placer inmediato). La corteza prefrontal se difumina detrás de placeres triviales y livianos, excitada por una escandalosa superficialidad (Rojas Estapé, 2023). Ahora, su forzada degradación cognitiva impide, cada vez más, leer, pensar, sosegarse, amar…