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MIRANDO POR EL RETROVISOR

La Presidencia es poder, honor y límites

El pasado 5 de abril, el presidente de Ecuador, Daniel Noboa, ordenó a la policía ecuatoriana penetrar a la Embajada de México en su país, de donde sacó por la fuerza al ex vicepresidente Jorge Glas, quien gestionaba asilo político del gobierno mexicano.

El empresario Noboa asumió la Presidencia en Ecuador el 23 de noviembre de 2023, en medio de las expectativas que siempre genera el ascenso al poder de un político joven y justo después de una crisis por la decisión de su antecesor, el banquero Guillermo Lasso, de disolver el parlamento, acorralado por un inminente juicio político.

Noboa, de 35 años, es el segundo presidente más joven en la historia de su país y el de menor edad electo por votación popular. Se graduó de Administrador de Negocios en la Universidad de Nueva York, tiene una maestría en Administración Pública en la Universidad de Harvard y otra en Comunicación Política y Gobernanza Estratégica en la Universidad George Washington, además de que a los 18 años ya había fundado su propia empresa.

De un mandatario con ese perfil, se esperaba que rompiera con los moldes impuestos por políticos tradicionales que, borrachos de poder, han llenado de frustraciones a ciudadanos que confiaron en sus promesas de cambio y de un ejercicio político ético.

Desoyendo el consejo de su canciller y de otros funcionarios con más experiencia, Noboa vulneró la soberanía mexicana con la incursión de la policía en su legación y ha metido a su país en una crisis diplomática sin precedentes con la violación de la Convención de Viena sobre Relaciones Diplomáticas, en vigor desde el 24 de abril de 1964, la cual en su artículo 22 establece que “Los locales de la misión son inviolables. Los agentes del Estado receptor no podrán penetrar en ellos sin consentimiento del jefe de la misión”.

Con su alocada decisión también violentó el artículo 14 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, adoptada por resolución de la Asamblea General de ONU, el 10 de diciembre de 1948, la cual consagra en su artículo 14 el derecho al asilo.

Pese a la condena casi unánime de la comunidad internacional por romper con el principio de inviolabilidad de una sede diplomática, en un ejemplo evidente de cómo el poder obnubila, el presidente de Ecuador, no solo justifica su torpe decisión, sino que ha dicho que no se arrepiente de haber ordenado el asalto.

La jefatura de un Estado es sin dudas el mayor símbolo de poder en la mayoría de los países, especialmente los latinoamericanos, donde predomina el “presidencialismo” y, para comprobarlo, solo hay que ver la parafernalia que acompaña a su ejercicio. Un presidente se mueve con franqueadores, recibe con frecuencia honores militares por su alta investidura y en las notas de prensa que envían sus funcionarios a los medios de comunicación nunca se queda la coletilla de que tal medida o logro fue “por disposición del presidente de la República”, siempre tan preocupado por resolver los problemas más sentidos de la población.

Un presidente también tiene en sus manos el bienestar individual de miles de personas, con el otorgamiento de empleos, asignación de viviendas, pensiones y otros beneficios sociales, pero además de la nación en su conjunto, ya que sus decisiones determinan en la mayoría de las ocasiones el destino de un país.

Lo que olvidan la mayoría de los gobernantes cuando de repente se ven con tanto poder en sus manos es que por igual son depositarios de un honor que han recibido de sus ciudadanos para que los represente.

Por ejemplo, en el caso de República Dominicana, olvidan de inmediato ese juramento que pronunciaron al tomar posesión del cargo ante la Asamblea Nacional y contenido en el artículo 127 de nuestra Carta Magna, el cual reza: “Juro ante Dios y ante el pueblo, por la Patria y por mi honor, cumplir y hacer cumplir la Constitución y las leyes de la República, proteger y defender su independencia, respetar los derechos y las libertades de los ciudadanos y ciudadanas y cumplir fielmente los deberes de mi cargo”.

Ese juramento nos muestra claramente que la Presidencia es poder, pero al mismo tiempo honor, compromiso y límites en el ejercicio del cargo. El Presidente, no solo jura ante Dios y el pueblo, sino que también lo hace por la Patria y por su honor. Y también jura por sus límites en el ejercicio de ese poder casi omnímodo, cuando se compromete a hacer cumplir la Constitución y las leyes del país, así como a observar fielmente los deberes de su cargo.

Cuando el primer ministro de Reino Unido (1937-1940), Arthur Neville Chamberlain, firmó un acuerdo con Adolfo Hitler, su par alemán, tratando de evitar la Segunda Guerra Mundial, Winston Churchill, quien también se desempeñó como primer ministro de Gran Bretaña (1940-1945) le advirtió sobre los resultados negativos que provocaría su decisión con la siguiente expresión: “Os dieron a elegir entre el deshonor y la guerra, elegisteis el deshonor y tendréis la guerra”.

Ya expuse en un artículo anterior cuando abordé el tema “El poder y el deshonor” como líderes políticos han tirado por la borda carreras prominentes y lo que podría quedar como un importante legado para sus países y la humanidad, por medidas adoptadas solo con el propósito de aferrarse al poder.

Un uso abusivo del poder tarde o temprano trae sus consecuencias, algo que pierden de vista los gobernantes porque enquistados en la posición piensan que su ejercicio será eterno.

El filósofo alemán Friedrich Nietzsche dijo que “el amor al poder es el demonio de los hombres”, en alusión a los riesgos que implica ostentarlo, y Thomas Jefferson, prócer y tercer presidente de Estados Unidos, reflexionó sabiamente sobre sus límites, cuando indicó: “Espero que nuestra sabiduría crezca con nuestro poder y nos enseñe que cuanto menos usemos nuestro poder, mayor será”.

Ejercer la Presidencia de un país es un privilegio por el poder que implica, pero también un honor que valoriza con su accionar a quien la ocupa.

Y eso aplica también para los “chiquitos con poder”, en medio de la ola de transfuguismo que tanto avergüenza en el actual proceso electoral, porque algunos políticos parece que no pueden estar ni siquiera un segundo fuera de las mieles del poder. El político francés Jacques Duclos dijo en una ocasión que “El honor que se vende, siempre es pagado más caro de lo que vale”, reflexión que aplica para tránsfugas y compradores de favores políticos.

Escuché la semana pasada a un pastor evangélico abordar en un devocional compartido por redes sociales un pasaje de la Biblia sobre los gobernantes que se enseñorean de las naciones, en lugar de entender que son realmente servidores del pueblo que los eligió (Mateo 20:25-28).

Y expuso el pastor “Que hermoso es cuando las autoridades hacen las cosas con decencia y orden. Para una nación es una bendición cuando sus gobernantes, políticos y personas con influencia son honestos, no mienten, cumplen sus promesas y hacen buen uso del poder que el pueblo ha puesto en sus manos”. Y agregó: “Pero que tristeza tan grande cuando gobernantes se dejan corromper, son esclavos del sistema y en lugar de cambiar las circunstancias en favor del pueblo, hacen todo lo contrario”.

Y como todo es ora según el cristal con que se mire, ora si eres clavo o martillo, ora si tocas guitarra o violín, en definitiva, si sentado en la silla de alfileres o abajo con depresión, puede que se asuma el poder apelando a la comparación que hizo el político estadounidense Henry Kissinger, quien en una orgásmica reflexión proclamó que “El poder es el gran afrodisíaco”, o se prefiera la visión aleccionadora del escritor francés Víctor Hugo, de que “Todo poder es deber”.

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