Reflexiones de un campeón de baile

La Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) desde su creación ha sido el principal interlocutor con la Unión Europea en nuestra región, sirviendo como plataforma para mecanismos de integración en promoción del desarrollo. Es en el marco de esta relación que se celebran las cumbres de Jefes de Estado y Gobierno representantes de países en ambos lados del Atlántico, siendo la más reciente edición aquella celebrada el año pasado en Bruselas, capital administrativa de la comunidad política establecida en el viejo continente. Fue la primera reunión de esta categoría desde 2015, también en la conocida ciudad belga, previo a las dificultades que enfrentó la contraparte en nuestro hemisferio.

Tuve la oportunidad de participar en dicho encuentro de hace casi una década en mi calidad de delegado juvenil y académico en representación de la Red Latinoamericana de Jóvenes por la Democracia (JuventudLAC) que dirigía y del Centro de Análisis para Políticas Públicas (CAPP) que integraba. Sin embargo, mi intención no es hablar de este mecanismo ni su contenido, sino más bien introducir el contexto que me llevó a Bélgica ese junio del año 2015.

Por razones de presupuesto, me estaba alojando no en un grandioso hotel sino en un hostal sencillo pero frecuentado por mucha gente amigable. La segunda noche, unos compañeros británicos insistieron en que los acompañase a una discoteca latina, entendiendo que como dominicano, sería lo más agradable para mi y me convencieron. Casualmente, esa noche había una competencia de baile de salsa, de nuevo insistiendo los jóvenes economistas que era una buena oportunidad para exhibir mi “sabor caribeño” a lo que tras mucha duda, accedí.

Resulta que no solo participé honrosamente sino que terminé ganando la competencia para coronarme esa inolvidable noche como campeón indiscutible de salsa. Solo que había un pequeño detallito…….yo no sé bailar salsa.

…..pero obviamente los ahí presentes sabían menos que yo. Definitivamente, “En el reino de los ciegos, el tuerto es Rey”.

Compartí esta anécdota en redes sociales hace algunos días y recibí muchos comentarios chistosos en torno al bluff y como este confunde a las personas. “Crea fama y acuéstate a dormir” se suele repetir, en referencia a cómo la confianza exhibida y el nombre, bien o mal ganado, a veces importa más que el contenido, llevándome a la reflexión que quiero hacer sobre la abundancia de expertos superficiales que encontramos en todo tipo de medios, sean tradicionales o alternativos.

El afamado economista, Andy Dauhajre, compartió hace poco su preocupación por cómo se ha ido rompiendo el “disparatometro” con una cantidad de opinadores que sin ningún aval encuentran y amplían sus tribunas, obligando a relajar aún más los filtros. Por formación, me es muy difícil ser categórico en mis juicios sobre temas para los cuales no tengo mediciones a mano, pero me atrevo a afirmar que nunca antes la opinión pública había tenido tanta influencia como ahora.

Desde luego, quiero enfocarme en los temas de políticas públicas, pero lo vemos cuando alguien va al cine y antes de opinar qué le pareció la película, quiere confirmar cuál fue la opinión de su TikTokero favorito. Igualmente se repite cuando escuchamos a los más jóvenes dedicándole casi tanto tiempo a escuchar lo que piensa su YouTuber predilecto sobre lo que se siente experimentar el nuevo videojuego que a jugarlo ellos mismos. Ser “Influencer” está de moda, y no solamente en el mundo de la moda.

Si tus lectores, radioescuchas, televidentes o seguidores entienden que sabes más que ellos sobre el tema que escogiste, lo más probable es que repitan tu opinión, a veces hasta palabra por palabra. Eso lo han entendido muchos y por eso aprovechan las diversas tribunas disponibles, generando entonces también una gran competencia donde para distinguirte, no necesariamente debes tener el contenido mejor elaborado en su solidez intelectual, sino que seamos sinceros, tienes que ser el más entretenido. Punto ahí para el disparatometro, que pone en situación difícil a los medios tradicionales que a decir verdad, son colocados en la encrucijada de la integridad periodística o los muchos clicks, la búsqueda de la verdad o el partidarismo quizás no político pero sí ideológico.

El profesor Dauhajre, que nunca me dio clases pero que me refiero a él de esa manera por la curiosidad intelectual que me causó desde que comencé a ver “Triálogo” cuando tenía 12 años, propone una calificación para los opinadores. Ejercicio interesante que permitiría tener un parámetro sobre la calidad del que habla, pues por ejemplo, yo no puedo seriamente hablar de neuromedicina ya que carezco de la más mínima formación profesional ahí. De lo que sí puedo hablar es de salsa que como dejé establecido, tengo un título de campeón que me da autoridad, pero ese es otro tema.

Me gusta la idea hasta cierto punto, pero eso no atiende al hecho de que se trata de entretenimiento. Aunque cuentes con el mayor grado de credibilidad académica, si escucharte es lo más semejante a un Te Deum en latín, seguramente no lograrás mucha conexión más allá del público erudito, que no ha sido el problema. Quisiera decir que por sí solo, dedicarte a investigar y argumentar con base disminuirá los niveles del disparatometro, pero siendo realista, esa puerta no se va a cerrar.

Con eso no quiero que parezca ni por un segundo que soy pesimista sobre el debate de contenido a futuro. Más bien, mezclo el realismo con optimismo y quiero concluir invitando a escribir más, a hacer el ejercicio de divulgar los trabajos, traducirlos no solamente a otros idiomas foráneos sino otros lenguajes entendibles para la audiencia. Mezclar escenarios ayuda a aumentar el alcance, sabiendo que hay distintos públicos con diversidad de intereses pero todos queriendo un mejor país.

Claudicar es bajar la rigurosidad y degradar la discusión, permitiendo que el bluff sea cada vez más la regla. La creatividad divulgadora es obviamente más agotadora que cuando existían pocas vías, pero vale la pena. 

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