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Terremoto digital: Fatiga del periodismo actual
Ante el mayor desafío de su historia, ¿qué alternativa le queda al periodismo?
El pasado 31 de marzo (Domingo de Resurrección), en su acostumbrada columna, “Reflexiones del director”, Miguel Franjul escribió un artículo, escueto y prudente, intitulado “Cómo sobrevivir al terremoto digital.” La claridad argumentativa del análisis ilustra el camino enrevesado del periodismo en la infoesfera digital. De exordio a colofón, dimanan las ideas de un periodista a tiempo completo, pulido por los años, los libros y la memoria, encumbrado en los avatares del oficio, con sobrada pericia y talante profesional.
Desde siempre al periodismo lo persiguen, por motivos cambiantes y mezclados intereses, dos enemigos implacables: el poder y la mentira. El poder, apenas cambia de rostro y color, negado a abandonar su esencia. La mentira, serpiente inmortal, enroscada en las patas de la historia, trajeada según la circunstancia técnica del mundo y la conveniencia fementida de su acreedor.
El periodismo presente está fatigado. La comunicación tradicional acusa cansancio secular, ético y epocal. Invadida por un intrusismo indefinible, la ocupación sobrevive jadeante, sitiada por lo peor y desprovista de opciones alentadoras. Confrontando la transformación de una época que, a lomos de la posmodernidad, pisa y arrincona de modo aplastante.
Dada la naturaleza del periodismo convencional, este no ha renunciado a su palabra empeñada. Pero aquella promesa de veracidad y objetividad, como nunca, está sometida y amenazada, merced a la hostilidad acumulada en el ecosistema digital. Esa miríada de nichos deslocalizados, incontrolables, despersonalizados, que tapizan el agujereado mundo de la enredadera informacional.
Agotada ya buena parte del optimismo democratizador del primer momento, la Red acoge hoy un universo de deseos e intereses no tutelados, guiados por el influjo de la nueva realidad y de otra sensibilidad humana (Castells, 2007). Tan valioso como anárquico, tan real como mentiroso, emulando la deidad de una flamante utopía tecnológica. Entre el vértigo y la persuasión, sin tiempo para desembrollar lo verdadero de lo falso ni deslindar la realidad.
El periodismo de la tradición, que igual debió combatir y soportar, resistió innumerables tensiones, conflictos, provocaciones, a veces tentadoras y amargas; pero podía responder desde una ética como lugar fijo, espacio crítico y esfera común. La verdad era defendible a cualquier precio y desde un costado real. Entonces teníamos nombre y apellido y, de ser necesario, rostro visible. La información y la opinión tenían compañía; los hechos, reales o no, disponían de domicilio y destino concreto. La notica, pertenencia del protagonista y de su historia, nacía y moría con su autor. Primaba una suerte de contrato (transparente) entre la sociedad receptora y el emisor obligado, dueño y garante de su trabajo, aparte de todo riesgo y a todo pulmón. Entre pruebas exigentes, la sociedad demandaba certeza; en cambio, devolvía confianza y aprobación. Allí radicaba el núcleo fuerte de la responsabilidad compartida, recíproca, insubordinada pero vertical.
Frente al fenómeno telúrico reinante no existe interpelación ni reclamo. En la superficie horizontal del mundo, nadie tiene obligación de entregar su rostro: dar la cara o mostrarse descarado pueden resultar igualmente tolerables. Carecer de nombre o de pruebas y, por tanto, de credibilidad, es tan aceptable como circunstancial. La velocidad de los hechos, recogidos por el algoritmo innominado que pone, opone, dispone o superpone, a conveniencia del robot modulador, decidirá todo. La contingencia, sobre velocidad cuántica, domina explayada mediante el flujo constante que remonta su propia lógica digital. La única condición exigible es el click, cuando no el clickbait, opción preferente y proverbio más reciente de la web...
Vista por el filósofo cibernético Yuk Hui (2023), la smartización planetaria amolda dentro del ecosistema de la inteligencia artificial. Tecnodiversidad radical: algoritmos predictivos, aprendizajes y saberes automáticos (acríticos), tecnología de vigilancia, en fin, bases proteicas para una ideología transhumanista con pronósticos que exceden el límite de lo humano y lo político. Y riendas sueltas a la surtida especie de aventureros digitales sin más vestimenta profesional ni técnica que la libertad. Desde el eco de Nietzsche, ¿acudimos a un amor fati, digital?
Reducida o desplomada, la credibilidad enfrenta verdaderas avalanchas populares, bajo la sombra de un modelo influenciador, melodramático, simplista y artificial, pero eficazmente insolente y seductor.
El periodismo digital supera la noción, el mero concepto de su descripción semántica. Más allá de la prensa, envuelve otra faceta, cual fascículo de la matriz y del universo cibernético, inseparable de la revolución tecnológica en marcha. Arrastrado al ritual paralelo que fomenta la posmodernidad, entronca con la mecánica global y local y, por lo mismo, forma parte de la sociedad esférica del riesgo (Beck,1998), cuya constancia recepta una amenaza inmediata contra cualquier forma de verdad fundada. La actualidad plantea dos condiciones antitéticas y contendientes que, sin embargo, se cruzan. El hecho fehaciente, laudable, de la democratización de la información que, a su vez, rivaliza con el paisaje ideal que acoge y esparce la reproducción trepidante de la mentira. Si bien no son directamente proporcionales, en el siglo de la posverdad, a mayor democratización, mayor margen y riesgo en la selva inexplorada de la no-verdad.
Beck alertó acerca del no-saber, enmascarado por significados, interpretaciones y malentendidos, cerrados o cegados, donde la no-realidad es consistentemente construida. En título del periodista Alex Grijelmo (2022), el (otro) peligro de la mentira informativa abarca también “la información del silencio”, acaecida cuando, sutilmente, resulta factible mentir contando los hechos verdaderos.
No obstante, Yuk Hui encuentra en las catástrofes transiciones hacia un futuro mejor, pues sin naufragio no habría mejores tecnologías de navegación. Ni ética que reivindicar, ni valores que defender. Es deber supremo -aconseja Franjul- “cuidar las prendas de la credibilidad y la profundidad en las investigaciones, amparados en los buenos análisis, a partir de la abundante data de la que disponemos. Sin abandonar nunca (pese al desierto despersonalizado y deslocalizado de la tecnoesfera) el contacto cara a cara con los ciudadanos. Porque el periodista es soporte del sistema democrático y coraje para controlar los poderes públicos cuando se desmadran”.
Reasumir y afinar, en medio del temblor, la utilidad de las herramientas convencionales de comprobación, explicación, interpretación y, ante todo, verificación. Acaso sea esta la única, la última salida…