SIN PAÑOS TIBIOS
El mar está ahí
“Uno se pone a ver el mar. A ver las olas despedazándose. A ver el negro cuchillo de la costa. Se queda así, con un amargo cigarrillo entre los dedos. Y no querrá moverse. Y no querrá mirar hacia otra parte. Y no querrá. Definitivamente no querrá saber que a sus espaldas está la soledad”. ¡Caramba René!, ¡qué buen comienzo para un cuento que no tendría final!
Pensar que en la máquina de escribir quedó esa primera hoja que nadie vería hasta el día siguiente, cuando ya los titulares de todos los periódicos anunciaban tu muerte y poco había que hacer que no fuera lamentar aquella pérdida irreparable para la literatura; aquel golpe funesto para una generación a la cual tú le habías mostrado el camino señalado por aquel viento frío que “toca la nariz, que entra en nosotros”.
Es curiosa la forma en que sobre las olas del mar también vienen flotando los recuerdos; la forma en que el azul de sus aguas se confunde al final del horizonte con el cielo; y cómo –al mirarlo– nuestro estado de ánimo se acompasa con su reflujo.
El mar es consuelo y esperanza; camino y promesa; descanso y destino; y es también el llamado que reciben los que anhelan sentir el beso de sus aguas.
Más allá de la mística y la poesía, y más acá en el plano material, resulta extraño cómo Santo Domingo inexplicablemente vive de espaldas al mar y le huye; de tal suerte, que cuando sus habitantes circulan por el malecón lo hacen a prisa, sin mirar mucho la costa, como si no existiera o careciera de sentido. Y a pesar de que casi todos los gobiernos locales –de una u otra forma– han construido infraestructuras que facilitan o promueven su disfrute, aún así, a veces uno siente que el malecón es una zona subvaluada y subutilizada.
En efecto, en otros países las vías marítimas de sus ciudades son las zonas mimadas y concurridas; el lugar donde viven sus élites y donde todos desean estar… menos aquí. ¡Vaya usted a saber porqué!
Con sus pocos edificios, el malecón se antoja pequeño, caótico, ruidoso e invivible; y esto es así no porque no sea prioridad, sino porque no existe una vinculación emotiva; la ciudadanía ni lo siente ni lo disfruta como otros espacios, y por tanto, no los reclama.
Lastimosamente vivimos de espaldas al mar y a las montañas, y más bien vivimos frente al cuarto de servicio del apartamento de al lado… aunque soñemos con los periodos largos de asueto para dirigirnos a otras costas lejanas, para ver otro mar que también es el mismo.
Sueño de tanto en tanto con una playa artificial a todo lo largo del malecón, tal como la soñó Peña Gómez, y que no pudo hacerla.
Los capitaleños al menos se merecen eso, y en lo que el sueño se vuelve realidad, yo también me pongo a ver el mar… y se pierde mi mirada entre sus aguas.