Libre-mente
Los malestares de una sociedad acelerada
Al maestro Andrés Merejo, PhD. Filósofo. Experto en Ciencia, Tecnología y Sociedad.
A diferencia de otras épocas, este tiempo, que tiene de todo, parecería carecer de un destino cierto. Sabemos que avanzamos, pero no estamos convencidos hacia dónde ni de qué manera llegaremos a puerto. Como si el presente nos resbalara en una sensación fugitiva de embeleso y abatimiento. En favor de producir, suprimimos la demora, la vida corre sin frenos, todo pasa volando ahora. Ciberespacio, virtualidad e inteligencia artificial remodelan una sociedad en franca aceleración, cuya nueva morada y reconfiguración transforman la realidad del ser y el más apartado lugar de la ecología cibernética. Algo que, para Andrés Merejo, nos impone otra comprensión del mundo y de las contingencias a las que nos abocamos en esta misma década.
La agitación y la prontitud dominan el mínimo esfuerzo humano. Renunciamos a la capacidad de aceptar el sosiego, porque nuestra sociedad ha eliminado cualquier forma o categoría de reposo. En celeridad constante, atravesando la modernidad --diría Marshall Berman--, “todo lo sólido se desvanece en el aire…” En el ámbito puramente humano/social la pulsión de la existencia dificulta armonizar puntos habituales de encuentro ¿Puede prescindir la sociedad (sistema-mundo cibernético) de pausados y reflexivos encuentros? La gente inusualmente se encuentra, más bien se conecta. Paradójicamente, los inencontrables suelen vivir puerta con puerta. Compartir hoy, aun con las personas de mayor cercanía, supone una especie de inquietante azoramiento.
Ahora la gente “se sigue”, puede avistarse, rara vez se congrega; agotar un cara a cara con el otro es una rareza. La vida posmoderna pende de un like salvífico, de una mirada virtual, de un abrazo digitalizable. Dialogar, incluso con quienes se encuentran lejos, simula ser más apacible y tolerable. El prójimo perdió el sitial que, a duras penas, le concedieron el calor de los siglos y la necesidad del acercamiento.
El presente, como dijera Borges, está solo: La soledad del mundo actual se desplaza sobre rueda fugaz y velocidad manifiesta. La muchedumbre solitaria que logra abrazarse en el jolgorio de la pantalla abierta, lo hace gozosa, pero en vano: una vez apagada la luz incierta, nada pasa, nadie queda cerca. La ciudad es un espacio multitudinario y desierto, saturado de gente esquiva y nerviosa. Nos acostumbramos a vivir en la premura, necesitando menos palabras, rodeados de extraños, comprando dispositivos eficientes para la seguridad y el aislamiento. Padecemos el hastío de vivir ansiosos sin poder entenderlo ni explicarlo sensatamente. Para cada disturbio y desasosiego, está el clonazepam, sus derivados; las tecnologías del consuelo.
Hoy la imagen duplica al objeto. Y este vale más por cómo se ve que por su esencia concreta. La qualia (cualidad) de las cosas está incrustada en el horizonte de una planicie virtual, libre de contornos y despojada de sentimientos. Para bien y para mal, livestream o diferido, ligeramente, el mensaje tumbó al texto y, de paso, sustrajo el rostro verdadero del sujeto…Grabamos todo sin inmutarnos. Lo bueno y lo malo; lo bello y lo feo. Una burla al entendimiento termina, muchas veces, convertida en homenaje sensiblero al entretenimiento.
Las consecuencias de los hechos importan menos, el precio de lo grabado está clavado en la imagen, conservado en la nube inteligente (del teléfono). Si el hecho es perturbador, subirá; si es notable o grotesco, subirá también. Acaso existe aquello que quedó plasmado para ser visto y consumido, pues, lo que no está en la red difícilmente haya ocurrido. Y, por descontado, millares de majaderías retornarán convertidas en acontecimiento.
La violencia es un producto. Que, a estas alturas de la conciencia y la razón, reverdece con cara siniestra y virtual fascinación. Extraña mezcla de atracción absurda y sugerente horror, la violencia vende tanto como lo tierno, porque en el mercado de la red no hay filtro sensible a la hora de cedacear la calidad de los eventos.
Viralización. Es la meta prevista y la razón del suceso. Somos grabados (eternizados) únicamente para ser expuestos. En el tiempo de la precipitación y la urgencia todo merece ser exaltado, y nada, por desmedido que fuere, justificará un reproche. El like es el nuevo amén del catecismo posmoderno, liturgia del cuerpo y la sangre del sacrificio visual donde abunda el verbo inerte de la narración y la falta inédita del sujeto de carne y hueso.
Pensar constituye un ejercicio agotador. Para quienes alimentan la creencia de que el pensamiento civilizado sobra, el intelectual aborrece, y el ético estorba. Algunos ven en la cultura un ejemplar extinto del pleistoceno. Y en esa mirada de la vida, la ciencia tiende a verse como oficio de difuntos, diálogo con seres distraídos, transidos, medio muertos.
Un gran cansancio social es palpable. Morigerado, clínico, discreto; paliado con ociosidad, terapeutas de nuevo cuño, decenas de medicamentos. Pero este cansancio no proviene del agotamiento orgánico, nació del fastidio, de la frialdad de lo abundante y la anestésica sensación de lo placentero. El cuerpo lucha por no envejecer, el cerebro para evitar internarse en lo profundo y complejo. Porque desconocer a voluntad es la nueva fórmula de la indiferencia y el desprecio, incubada por el agotamiento ¿Por qué se fortalece el cuerpo mientras el espíritu decae? El culto al cuerpo destaca como religión fervorosa y resiliente; el cuerpo se ha convertido también en templo visible y altar del ego, al mismo tiempo.
Ética y estética. La estética sin finalidad ha vencido desde el momento en que la ética deviene un estorbo. La ética desfallece cuando cuesta demasiado situarse en el flanco correcto de la existencia. La estética, para la sociedad acelerada, es un motor que dinamiza el mercado, explotando cada surco de los cuerpos. Cuando la ética sucumbe, empiezan a surgir los verdaderos monstruos insatisfechos, de cada nicho, todo terreno. La prudencia, la virtud, ya no categorizan una decisión inteligente.
En esta época del espasmo no sorprendería ver que el desenfreno venza la cordura, lo vulgar arrodille al intelecto. La dicotomía verdad-mentira rompió su último baremo; entrecruzados, perdimos la distinción clara, una y otra vez, de los lados opuestos. Ya no hay peores mentiras que las medias verdades, mayor falsedad que la verdad contada a trechos. En la sociedad desaforada, la calumnia feroz, normalizada, dejó de verse como un problema psicológico y ético.
El tiempo veloz arremolina decepciones, malestares, desapegos. Pero jamás acudimos a la contemplación ante el desespero, y a pesar de cuanto tenemos y acumulamos, nos supera el aburrimiento. Fatiga idéntica a la espera fallida de Godot (de Samuel Beckett), donde prevalece el hastío por quien nunca acaba de llegar, en una interminable y repetitiva impresión de torpeza y vacío. El tiempo acelerado se enseñorea sobre nosotros, contrayendo el alma, estrujando el velo roto de la paciencia. Mientras que, para el ego, el dinero y la fama se convierten en la única certeza.
En la acelerada sociedad neoliberal, el mercado gana plata, el individuo entrega vida…y sueños.