SIN PAÑOS TIBIOS
Otra vuelta más, tan sólo eso
Desde que los humanos comenzaron a pensar se complicaron la existencia. Andar en plan animal era más simple, y todo se resumía a satisfacer necesidades primarias; luego a un mono se le ocurrió bajar del árbol y caminar a dos patas detrás de un horizonte infinito… y lo demás es historia.
De las múltiples formas con que el homo sapiens se deleita para darle sentido a su existencia, llevar el tiempo es una de ellas. Mucho antes que Einstein postulara que este era una cuarta dimensión, los humanos establecieron mecanismos para llevar su cómputo, y cada grupo se las apañó como pudo. Algunos usaron la luna, otros el sol; otros ubicaron el inicio en algún punto, un suceso cósmico, un nacimiento, la crecida de un río; pero vamos, que llevar el tiempo era esencial en civilizaciones fundamentalmente agrícolas que necesitaban conocer con antelación el ciclo de las estaciones para poder sembrar, cosechar y obtener los alimentos necesarios.
Luego los humanos, fieles a su naturaleza, decidieron complicar lo simple e inventaron –o descubrieron– todo lo que nos ha permitido acumular un nivel de sofisticación material inimaginable hace apenas décadas. Nuestra larga marcha evolutiva es la mejor historia de éxito jamás contada, y aún así, no somos capaces de renunciar y olvidar aquella pulsión primaria que nos hace contemplar con espanto y asombro la vastedad del espacio; la majestuosidad de un rojizo atardecer; la indescriptible belleza que reside en la mirada de una mujer inteligente; o la fascinación que ejerce sobre nosotros el tiempo y sus demonios.
Un año se va y otro ya viene, y el ritual siempre es el mismo. Nos ilusionamos con un hecho físico simple y obviamos, por ejemplo, que la arbitrariedad testicular de Gregorio VIII, fue lo que decidió que el 1 de enero comenzara todo de nuevo –como antes que él, César lo hizo–, porque controlar el tiempo es una acción política también; porque decidir a partir de qué momento se llevará la cuenta es una reafirmación del poder que tiene quien ejerce ese derecho (los judíos con el Génesis, los chinos con el Emperador Amarillo, los romanos con la fundación de su ciudad, los musulmanes con la Hégira, etc.).
Quizás, una razón es que, mientras el poder decodifica el tiempo en clave política, los mortales más simples lo vemos en modo cotidiano y místico. Cada año que muere lleva dentro de sí la promesa de uno mejor, por eso celebramos su llegada; porque somos esclavos de la suerte, devotos del azar y creyentes de las ilusiones; porque la esperanza de un mejor año está latente en nuestros corazones, sin importar qué tan funesto o catastrófico haya sido el que termina.
Estamos condenados a creer en un mejor mañana, y cada nuevo año es también una promesa de mejoría, de bienestar, de alegría, aunque la realidad nos diga lo contrario.
Somos y siempre seremos así, y ahí reside la clave de nuestro éxito como especie. Porque, después de todo, el futuro nos pertenece.