reminiscencias
La lluvia como sana advertencia
Su azote reciente nos sometió a experiencias dolorosas; dejó una estela de compasión impresionante en el pueblo nuestro.
Un duelo oficial de escala nacional, bandera arriada a media asta, se compartió plenamente.
En medio de las noticias tristes que se aluvionaban como pesar tremendo que nos abatía, también sufrí el asalto de mis recuerdos de otra catástrofe, ésta telúrica, como fuera el terremoto del año ´46 del siglo pasado.
Apenas tenía 15 años de edad, pero fueron tan poderosas las magnitudes de aquel fenómeno que todo quedó grabado para siempre en el alma nacional de aquel entonces.
Era la una de la tarde del domingo 4de agosto y ya vivía en Santo Domingo.
Acabábamos de llegar del Puerto Ozama a la residencia Pasteur esquina Independencia y he contado otras veces la graciosa expresión de José Nazario Brea, que estudiaba ingeniería y vivía con nosotros, cuando, al comenzar a temblar la tierra, gritaba: “¡La vieja lo dijo!.”
Se refería a la queja de una señora muy inconforme que protestaba porque se había movido la Virgen de las Mercedes desde el Santo Cerro para que estuviera presente en una reproducción conmemorativa de la llegada del Almirante y sus Carabelas para amarrar en la Ceiba inmemorial del Ozama.
Era un espectáculo que presidía Trujillo con el pomposo estilo de su Régimen y Robert Reid Cabral, del grupo de estudiantes en que yo estaba, le dijo por lo bajo a la señora que protestaba: “¡Cállese doña!.” Y ella respondía: “¡Algo grande va a pasar!. Siempre ocurre cuando bajan a la Virgen de su santuario.”
En mi casa se esperaban a mi madre y a mi hermano, que vendrían al día siguiente y el drama de la familia fue increíble.
Las réplicas de aquel monstruo eran horribles, cada diez minutos, y se mantuvieron hasta el jueves de la semana siguiente, con intensidad y frecuencia aterradoras.
Cuando se cuenta esto, 77 años después, es lógico que quienes escuchen el relato no tengan idea de lo que fue como desastre. Los que aún quedamos para contarlo, no lo podemos olvidar.
Al margen de sus ruidos espantosos, se cernía un silencio rotundo; no había posibilidad de saber qué había ocurrido en el resto del territorio: ni radio, ni prensa, ni televisión; ni mucho menos redes.
Si acaso un furtivo teléfono muy arriesgado para averiguar la suerte de esas otras partes que, en mi caso, fundamentalmente eran mi madre, mi hermano, así como el resto de mi familia, los amigos de infancia y toda la gente del pueblo donde naciera.
Se regaron los pavorosos rumores, entonces; como si cumplieran encargo de multiplicar las angustias y los terribles presentimientos y todo pasó a ser otra modalidad del espanto.
Ahora bien, contamos nosotros con una especie de información oportuna: La Fuerza Aérea estaba alojada en el Aeródromo General Andrews.
Decenas de vuelos militares de reconocimiento se realizaron aquella tarde y pueden imaginarse lo que excitaban esos vuelos que parecían en rueda, unos que entraban, otros que salían, y los rumores cobrando fuerza.
Mi prima Tacna Minaya me llevó a esperar a su primo, Juan Antonio Minaya Fernández, legendario aviador, y cuando llegó a su casa nos calmó la angustia al decirnos: “No se preocupen, en Macorís cayó la Iglesia, en parte; no hubo bajas. Volé toda la tarde; donde hizo mucho daño fue por Nagua; el mar se llevó a Matanza; pero, no hablen de eso con nadie, sólo en la casa!”.
Al día siguiente volvimos al querido pueblo y lo vimos de cerca, muy atemorizado.
Los solares, parques y espacios servían de residencia temporal y los rosarios y oraciones eran interminables.
Llegaban de Nagua descalzos y sus ropas raídas familias que veraneaban en la playa; describían el tsunami como algo aterrador.
Mi primo Enriquito Curiel contaba cómo la ola terrible lo levantó hasta la última penca de una mata de coco. En fin, interminables versiones y rostros de miedo residual.
Seis días de pesadumbre y el jueves vino la réplica final, grave en intensidad, pero más breve.
Recordar el Terremoto del ´46 me estremece al pensar si volviere otro parecido como señal apocalíptica.
No sé sabe a ciencia cierta cómo han ido durante los tiempos democráticos los controles de calidad y supervisión de la construcción de tantas obras en todos los pueblos mayores, en lo que ha sido una transformación asombrosa del medio urbano.
Siento una especie de miedo al pensarlo y ahora, para colmo, aparece un pez Remo en Monte Cristi y se habla de Japón y de que el pez, cuando sube, muere por descompresión, pero es preludio de algún terremoto, con o sin tsunami.
Aquí se dio el fenómeno con decenas de miles de cangrejos que invadieron a Nagua tres días antes del domingo terrible.
¿Qué hacer? ¿O pensar? Es lo que nos agobia.
De todo corazón les recomiendo rezar y rogar a Dios para que no llegue hasta nosotros esa otra modalidad de ruina.
La sana experiencia de la lluvia reciente, trajeada de muerte, debemos meditarla y conservarla como apremio para organizarnos mejor y difundir lo necesario para enfrentar esos graves desastres naturales; es decir, desarrollar desde la escuela primaria una especial subcultura para llevar a saber a nuestra gente que estamos ciertamente situados, no solo “en el trayecto del sol”, sino sobre las grietas y abismos de los mares.
Ese cometido nos corresponde a todos como pueblo. Que el Señor provea.