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El arte de vivir en tiempos turbulentos

Massimo Pigliucci, italiano (1967), es una autoridad académica, con impresionante madera intelectual y exquisita erudición multidisciplinaria. Aparte de su formación superior, posee tres doctorados en: Biología Evolutiva, Genética y en Filosofía de la Ciencia. Propietario de una excepcional cualidad, puede combinar, a medio camino y sin saltarse ninguna valla epistemológica, el lenguaje coloquial y la honda reflexión. Entre sus textos, variados y rigurosos, resalta: “¿Cómo ser un Estoico?” (2018); más que tratado filosófico, nos regala un manual práctico para la vida y la convivencia saludable. Sobre la brillantez de este ensayo del maestro de Filosofía de la City University of New York (CUNY), esbozaré, propedéuticos, algunos párrafos elementales:

Ningún sistema de pensamiento fue elaborado para perdurar eternamente. Ni mantener vigencia petrificada y entera su estructuración. El ideario de eternidad es, intrínsecamente, la esencia concurrente del mismo devenir, el cambio constante. La transformación dinámica, indetenible, de las ideas y las cosas, empuja imperturbable la rueda dialéctica, que a su vez mueve al ser. Viejo dilema entablado por Heráclito y Parménides: del río que no cesa de fluir, para uno; de la inmutabilidad de las ideas, para el otro. Pero habrá, de cualquier modo y por razones innombrables, aprendizajes, creencias y valores que desafiarán, más de una vez, la empedrada memoria del tiempo, la tozudez enhiesta de la historia.

Parecería impensable que una filosofía tan anciana como el estoicismo sea una de estas especies. A todo trance de tiempo y eventualidades ha permanecido como símbolo de un pensar que, lejos de desaparecer, se reivindica. Que pueda ganar relevancia, readquirir reputación y, además, proveer herramientas de utilidad, dos milenios después de su nacimiento, es la verdadera conquista de esta filosofía triunfante. Máxime hoy, cuando, en la cresta del escándalo, abordamos los sinsabores y opacidades existenciales de una época tan pasmosa como esta, hija del vértigo, la insatisfacción y la prisa…No alardeamos de una doctrina heroica, tampoco de alguna escuela planeada para le resignación, la pasividad o el servilismo. Mucho menos hacemos referencia a los signos borrosos de alguna pseudociencia o, apergaminada y complaciente, a la literatura vana que, como sortilegio mendaz, augura la fortuna y el “éxito personal” a chorros. Todo lo contrario, el estoicismo surge a contracorriente de las fuentes de dudosa promesa; reniega de la sumisión, la autoayuda peregrina y la humillante rendición.

Nos referimos, pues, al conjunto de principios razonables que destacan y perfilan, dentro del juicio y la ponderación, la importancia del carácter y el valor supremo de la virtud. Sabiduría y práctica moral que han servido de puente y apoyo para salvar el travesaño (imperfecto) de la humana satisfacción. Esa que los griegos acertaron en llamar eudaimonía (espíritu de bondad) o el arte de vivir buenamente. Desde el altar de la mirada ética que atesora la sabiduría, urge navegar en medio de incontables y enormes circunstancias, complejas y contradictorias, de nuestra propia nuestra existencia. De raíz helenística, igual que sus coetáneos (epicureísmo, cinismo y escepticismo), fundada por Zenón de Citio (304 A.C.), la escuela estoica decayó después del largo silencio que siguió la muerte del emperador Marco Aurelio (161-180 D.C) y luego, ordenado por Justiniano (529 D.C.), tras el cierre de cada una de sus corrientes filosóficas. El ascenso posterior de la Teología y la Patrística, impulsadas por la caída de Roma, habrían de mellar su auge y difusión, al ser considerada contraria al orden religioso. Recobraría esplendor en los años cincuenta y sesenta del Siglo XX, bajo la orientación del psiquiatra Viktor Frankl, pionero en la logoterapia, al fragor de los descubrimientos psicológicos de la Terapia Racional Emotiva Conductual (TREC) del psicólogo Albert Ellis, y los aportes revolucionarios de la Terapia Cognitivo-Conductual (TCC) de Aaron T. Beck. Tales apuestas, novedosas para el campo del pensamiento, la conducta y la regulación emocional, replantearon amplios senderos de la investigación en distintas afecciones y trastornos mentales como la depresión y la ansiedad. Su repunte y retorno al Siglo XXI pudo deberse al equilibrio de sus herramientas prácticas, con base a una doctrina hecha para personas imperfectas, de carne y hueso y, ante todo, con puro anclaje terrenal. Sin disputas tendenciosas, cogitaciones heréticas ni posturas cerradas o antirreligiosas, puesto que, a diferencia de otras corrientes y doctrinas, el estoicismo tolera y convive con credos y visiones disímiles, sin extraviarse en la maraña de los disturbios conceptuales o en el pedregal de las creencias, de cualquier catadura y barniz.

El discurso vivo se sitúa lejos de las monsergas y sonsonetes de “la felicidad a la carta”. La cual, con fascinación y abundancia, propalan y ofertan libracos de autoayuda, chamanes emergentes y guías espirituales del mercado posmoderno. El estoicismo descifra, administra y templa, partiendo del juicio lógico y la razón práctica, la actitud mensurable que corresponde al frágil componente psicológico. Ordena el buen juicio para las tareas y avatares internos y externos de la cruda vida. Propone, dotado de sencillez y claridad pedagógica, el dominio plausible de las emociones negativas (ira, miedo, tristeza, ansiedad, envidia). No asombra, por tanto, que la TCC se haya empinado sobre el fundamento legendario de su antecedente y prestigio filosófico, debido a su fino sentido heurístico y al caudal pragmático de la experiencia estoica de cualquier fuero y época. Única escuela ética que, sin distinción de roles o destrezas, fue abrazada por un esclavo como Epicteto, presumida por un emperador como Marco Aurelio y practicada por un sabio como Séneca. Y de otros tantos como Boecio (480-525 E.C.), llamado el “último antiguo y el primer medieval” quien, perseguido por su fe religiosa, encontró fortaleza en el estoicismo para templarse y soportar, frente al poder de su tiempo, la dureza injusta de su prisión, antes de morir decapitado.

En esencia, la escuela estoica enseña, balanceando el triángulo dorado de la razón, a conectar con tres aristas: La areté (virtud), la ataraxia (serenidad) y, por conducto de estas, alcanzar la eudaimonía, que es la aproximación -terrenal- de la felicidad. Desde luego, tocar ese estado de serenidad es posible únicamente a través de la apatheia (tranquilidad): el control de las emociones que, en palabras de Pigliucci, sugiere la tranquilidad de la mente cuando asumimos examinar el hueco de las pasiones. Porque no hay mente que, con certeza y juicio libre, pueda funcionar en la intranquilidad, la desazón y la angustia; ni la del gobernante bien puesto, ni la del osado guerrero, ni la del pensador comprometido. Distanciada de proventos mágicos e ilusionistas, su astucia radica en comprender qué podemos y qué no podemos cambiar de la vida. Decidir sobre aquello nos supera o qué nos reta para ser enfrentado, obviando el riesgo y el precio, porque nuestra valía y decoro personal están supeditados a la reciedumbre del carácter y al ejercicio claro de las virtudes cardinales estoicas (la sabiduría, la justicia, el coraje y la disciplina). La escuela de Epitecto, por ende, no pretende eliminar, vía taumaturgia, los sinsabores cotidianos de un tirón, pero sí concede habilidad para encararlos y adiciona disciplina en la batalla por su transformación. Estableciendo cuales cosas están bajo nuestro control y cuales, dependiendo de ajenas circunstancias, escapan de nuestro designio y voluntad. Como toda filosofía, el estoicismo interroga acerca de cómo debemos vivir nuestra vida, facilitando armadura para enfrentar, cuando se presente, la odiosa adversidad. Sea que se trate de cuestiones personales o de asuntos con envergadura pública y social. La impronta estoica permanece intacta, porque -bien lo dice Pigliucci-, en determinados momentos: “Es mejor sufrir el dolor de una manera honorable que buscar la alegría de una forma vergonzosa”. La sabiduría es también el arte de vivir en tiempos de crisis y turbulencias…

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