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Posverdad: Los nuevos señores de la mentira

Dedicado al periodista Felipe Ciprián

La verdad siempre tuvo enemigos. Silenciosos, abiertos, disimulados; algunos, sencillamente despiadados. Jenízaros entrenados o escogidos en el arte oscuro de mentir.

Hoy, con limitadas razones para que fuese distinto, los nuevos gendarmes de acoso a la verdad resurgen y pueblan los predios globales. Con un pasado torturador y un presente refinado, frente a la historia, la mentira prevalece.

La verdad, no siempre graciosa, es obcecada y austera ante el desatino y la sinrazón. Por ello, en determinadas circunstancias, la mentira pareciera un atractivo tentador para el ego. Pues, consciente de su empeño, distorsionado y fementido a voluntad, el mentiroso nunca logra liberarse por completo del sesgo soñoliento que dicta el autoengaño. De hecho, en toda mentira derrotada, lo primero en apagarse es la antorcha del yo. Los grandes contornos de la verdad tradicional y no tradicional lucen agrietados, taladrados por turbas incontables que anidan en la matriz facilitada por la comunicación tecnológica.

La hendidura entre quienes valoran la verdad y quienes la desprecian se estrecha a cada momento dentro del ensanchado erial de la red planetaria. Bien que antes ocurría igual, se diría con propiedad; empero, la expansión y rapidez del presente abastecen la mentira de un radio inconmensurablemente mayor, eficaz y abarcador. Donde, por lo común, visado de imprudencia y fanatismo, triunfa el placer por lo banal, la desidia ante lo incierto.

Caminamos, con poco o ningún detalle claro, entre lo verdadero y falso, lo certero y mendaz. Trágico ha sido mantener la mentira pública como logro de su perseverancia, delatando un reconocimiento insolente a la humana perversión.

Ejercicio intencionado

El problema, sin embargo, no se desliza por la curva de la ignorancia; al contrario, se levanta a voluntad, intencionada y torcida, presta a falsear y desnaturalizar lo cierto, a ojos vistas y corazón abierto.

Parafraseamos el celebérrimo cuento de Borges (Tlön, Uqbar, Orbius Tertius), donde “los metafísicos no buscan la verdad, ni siquiera la verosimilitud, buscan el asombro”. Que hoy equivaldría decir: los vástagos de la posverdad persiguen sin inmutarse, ante todo, la emoción; poco o nada importa la verdad.

La verdad proporciona sentido y orientación, estabilidad y certidumbre; la apreciación de lo creíble sostiene la aproximación a la realidad. Es lugar de encuentro: de la conciencia convergente y la promesa de cumplimiento, porque dispone la comprobación del hecho acaecido y esperado.

Y, aunque cohabitan por necesidad del derecho invocado, la información y la verdad se distancian justo en el tamiz de la verificación y constatación razonable.

Hoy la crisis de la verdad corre el velo grueso de una crisis ético-social. La posverdad no circunda al error, puesto que nadie se equivoca a propósito, de modo que errar deviene acto involuntario.

El problema no es la mentira en sí misma, el asunto retuerce cuando quienes eligen mermar la veracidad, juran jamás cambiar de opinión. Agnoia, fue el término que acuñó la cultura griega para desnudar la ignorancia: un no saber o desconocimiento involuntario que, por contra, difiere de la amathia, en la cual se decide no querer comprender. En otras palabras, la falta de inteligencia aquí recuerda Pigliucci, es “debida a que la razón presume de unos logros a los que no tiene derechos” …

El espacio de la mentira

Para Luhmann, clásico sociólogo alemán, no todo comportamiento inteligente es necesariamente racional. En el extenso campo de las neurociencias tampoco lo es; eso sí, la mentira, en ambos lados, expresa una acción que, salvo los justos motivos, empobrece el corazón ético del ser humano.

Caso distinto, variado y común, es cuando gente bastante instruida aprovecha su prestigio para mentir; al punto que, como dijera un olvidado periodista, se produce una patada lateral a la inteligencia.

El griterío insulso de la opinión sin techo racional, además de obstruir, ensombrece la verdad y rebaja su prospecto fiable, aniquilando la objetividad.

Aunque el acto de opinar conlleva irrenunciable un derecho, sagrado si se quiere, y la ignorancia admite perdón, la estupidez no entrará en la esfera de los derechos adquiridos. Apreciamos, sin consuelo sanador, esa corriente de la “estupidez inteligente” que, señala Robert Musil, estropea el atributo interior del acontecimiento verdadero.

La mentira, pues, no es un opuesto primario a la verdad como tal; encierra la contradicción infundada de aquello que se desvela, sobre crítica evidente, como veraz.

Cuando se conoce la verdad y se esconde u omite en favor de la distorsión y el despropósito, genera un vicio que el sujeto reconoce, pero, que, para mal de todos, decide ocultar. Es cuando la mentira pasa palabras a un trastorno ético moral imperdonable en cualquiera de sus dimensiones. Desfigura la categoría de la idea rigurosa y, entre dudas orgullosas, quiebra el valor del entendimiento severo; en consecuencia, desvaloriza la integridad de aquello que, por pertinencia, ha de conservar la rectitud.

En la posverdad, la certeza muere sin compromiso y la mentira hace galas de desprecio a la idea de pulcritud.

El espacio predilecto para la construcción de sentidos es el lenguaje, siendo este, atropelladamente, el primer núcleo vivo que corrompe la mentira. Hijuela primitiva de nuestra necesidad de supervivencia, convertida en estrategia social, consolida hoy un artilugio de tergiversación y servilismo al poder.

El enemigo de la humanidad

En el pasado, el enemigo principal de la humanidad fue la ignorancia; en el presente, sin dudas, es la fábrica de falsedades, expandidas y desparramadas sin limitación ni controles en la marea comunicacional del mundo virtual.

Aparte de la ciencia, la posverdad deja dos víctimas sensibles en su ancho y tendencioso recorrido: la democracia y el periodismo.

La primera, padece el acecho constante de sus enemigos naturales (autoritarismo y totalitarismo), confrontando ahora a los portadores de otra enemistad, herederos y criados de una embustera y defectuosa majestad.

Representantes de una masa que, en jerga propia o con nomenclatura ajena, aprovechan los atributos democráticos para abusar de sus valores, con desmesura, incontinencia y falsedad.

El periodismo, en desventaja obvia, invadido con sus propias armas, se mira reutilizado para un propósito éticamente distinto y culmina bordeando a veces la ladera más infame del descrédito.

La posverdad, no es un tosco accidente epistemológico. Ni corresponde a una teorética peregrina que ensucia el juicio con desinformación. Más que fetiche de palabrejas errantes, convoca un ensortijado híbrido, cruzado entre pensamiento acrítico y pasión mediática. Intento condicionado a suprimir el latido de aquello que se precia de creíble. Su fortaleza irrumpe cuando instala un lugar existencial inventado en el que, descaradamente, inyecta su invectiva venenosa, merodeando una preocupación real.

Sobre base falseada, propone construir una verdad acomodada, acorde con su interés y oscura necesidad, para luego, a machamartillo, terminar creyéndose y haciendo creer su narrativa incestuosa.

Populismo div ersificado

El hijo político, primogénito de la posverdad, no puede ser otro que el populismo diversificado y falaz. Deberemos repetirlo hasta el cansancio: la anarquía que provoca la mentira intencional en el foro público no es únicamente ideológica o partidaria es, por demencial que nos parezca, esencialmente ético-política. En buena medida, la degradación aviesa a la libertad de opinar.

Conviene recordar, con Hannah Arendt, que el riesgo del totalitarismo no estaba en la amenaza del sujeto adoctrinado y fanático, “sujeto ideal para el gobierno totalitario”, sino en aquel que tiene dificultad “para distinguir entre el hecho real y la ficción, para quien lo verdadero y lo falso ha dejado de existir”.

Para suerte y verdad nuestra, quedarán siempre, entre muchos otros, los llamados Felipe Ciprián…