OTEANDO
Arrojados
“Mi alma está agotada”. Fueron las palabras que le oí pronunciar con la evidente connotación de abatimiento que ellas implican. Abatimiento, de haber luchado para vencer sin saber a quién. Una lucha feroz y cotidiana desde el principio de sus días hasta la fecha. Porque ese es el drama de los “humanos”, y porque leyes son leyes, la primera de las cuales establece que para alcanzar el éxito hay que vencer, y para vencer, hay que luchar considerando a todos como adversarios: aplicar “El arte de la guerra” con tal sentido de pertenencia y con tal modo de abarcamiento que, aun a los propios, hay que considerarlos como extraños, y peor, como enemigos. Porque nadie, absolutamente nadie tiene derecho a superarte.
Abatimiento, por exceso de pensamiento, mismo que debes ejercitar constantemente, aun a despecho del cansancio, porque fuiste dotado de razón, y ese atributo te hace siervo de tu propia existencia. No eres dueño de ti. Has cedido la titularidad de tus días a la “existencia” (digna o miserable). Abatimiento, porque ese pensar interminable te convierte en guardián de todo y de todos, ya como previsor de los males que se ciernen sobre ti y los tuyos, ya como censor de existencias ajenas, que no te puedes permitir dejar en paz, como si la paz ajena implicara la guerra propia.
Abatimiento, en fin, porque te has exprimido el cerebro tratando de explicarte la muerte, ese “evento” inevitable que nos persuade de nuestra propia fragilidad e indefensión y, más grave aún, de nuestra incapacidad para evitarla a quienes más amamos -a nuestros hijos, por ejemplo-, porque ante ella se diluye o evapora el constructor de “hecho a imagen y semejanza”, y porque, aun si lo fuéramos realmente, ello no haría la diferencia, pues, con mayor obligación tendríamos que reeditar -sin objeciones y con inhumano desprendimiento- la disposición fehaciente de entregar “al hijo” (él ya había perdido el suyo) como redentor de ajenos “pecados”, con lo que la cuestión deviene variable neutra en lo que hace al avistamiento de su muerte. La existencia se convierte así en el naufragio cotidiano en medio del cual intentamos evitar lo inevitable, nuestro seguro ahogamiento.
Estalló en lágrimas ante el recuerdo de su vástago, dejándome por todo recurso pasar mis manos sobre su atormentada cabeza, una y otra vez, como expresión manifiesta de amorosa solidaridad y entendimiento razonado de que, ambos, compartimos la condición de seres “arrojados” al mundo sin control alguno de nuestro destin