¡Ay, jesú, Toñín!

Siempre que le picaba el dedo chiquito del pie izquierdo a Antonio López Guerrero, se aproximaba una tragedia. A nuestro protagonista, conocido como Toñín en el barrio de Las 800, nunca le fallaron los avisos de su propio cuerpo.

Si le picaba la oreja derecha, se ganaría una quiniela en la Lotería Nacional.

Si le picaba detrás de la oreja izquierda, algún amigo lo traicionaría.

El día antes de conocer en un billar a La Morena, su mujer, le picó mucho la punta de la nariz.

Desde que se levantó de la cama ese 23 de agosto le picó el dedo chiquito del pie izquierdo. ¡Qué maldita vaina!, dijo Toñín mientras miraba al cielo gris y encapotado.

Llovería. Para Toñín, y todos los que vivían en Las 800, la palabra “lluvia” era más peligrosa que el fuego.

¡Pero qué decir del fuego! Para ellos, la lluvia era más peligrosa que una descarga eléctrica de 220 voltios.

¡Pero qué decir de una descarga eléctrica! Para ellos, la lluvia era más peligrosa que el Diablo (¡el Señor reprenda al pájaro malo!).

¡Pero qué decir del pájaro malo! Para ellos la lluvia era más peligrosa que un político en plena campaña.

Ese día, Toñín estaba decidido a romper la tradición. No le pasaría nada malo. Ni a él, ni a la casita que con mucho esfuerzo logró levantar junto a La Morena. Antes de ella irse a trabajar como niñera a España, él le prometió que protegería todo.

Por eso amarró los pocos muebles que tenían al techo, para que si la cañada se desbordaba no se los llevara. Tomó todas las precauciones. Fue metódico en cada una de sus acciones. Según su vecina Petra, ese día Toñín parecía como poseído por una fuerza del más allá. Iluminado por el cielo.

Y en efecto, el cielo lo iluminó. Justo cuando la cañada irrumpió, poderosa, en su casita. Con tanta violencia que removió todos los muebles amarrados a la madera que sujetaba las hojas de zinc. ¡Qué maldita vaina!, dijo Toñín, mientras se ahogaba y le picaba el dedo chiquito del pie izquierdo.