Enfoque: Opinión

La canción del verano y el cambio climático

Los negacionistas del cambio climático dirán lo que quieran a la sombra de sus motivaciones políticas y teorías de conspiración, pero el Servicio de Cambio Climático de Copernicus ha confirmado que el pasado mes de julio ha sido el más caluroso registrado jamás en la Tierra.

Estamos en plena canícula y aún no se sabe a ciencia cierta qué tema musical se convertirá en la canción del verano. En lo que se dirime el hit de 2023 que emule éxitos del pasado como Macarena de Los del Río en el Mundial de fútbol del año 90, el Waka Waka de Shakira en 2010, La barbacoa de Georgie Dann en 1994 o Eva María, que triunfó con el grupo Fórmula V en el lejano verano de 1973, el calor, más que apretar, ahoga sin compasión.

Los negacionistas del cambio climático dirán lo que quieran a la sombra de sus motivaciones políticas y teorías de conspiración, pero el Servicio de Cambio Climático de Copernicus (entidad que depende de la Unión Europea) ha confirmado que este mes de julio ha sido el más caluroso registrado jamás en la Tierra. Este dato, unido al fenómeno del Niño, produciendo cambios en la atmósfera y la fluctuación de temperaturas en los océanos, contribuye a inviernos calurosos, primaveras y otoños más cortos y estíos extremadamente secos con termómetros que deliran.

Mientras en el cono sur las altas temperaturas desafían un invierno que parece no llegar con estaciones de esquí sin nieve por la que deslizarse, en Europa el bochorno arrecia como una maldición divina, personificada en el muy terrenal cambio climático, que nos castiga como las plagas de langostas bíblicas por nuestras faltas contra el medioambiente. Bajo la calima que se ha posado por los polvos del desierto del Sahara y nos nubla aún más la visión, vemos, desmadejados desde el sofá, las imágenes de incendios forestales que avanzan hambrientos. Sucede en las idílicas islas griegas, en el campo portugués, en la costa mediterránea española. Lugareños y visitantes son evacuados mientras el fuego se come todo a su alrededor y el veraneo de pronto se transforma en un paisaje de hogueras.

En las capitales europeas, atestadas de turistas que deambulan por sus calles anestesiados como zombis por un calor que licúa el asfalto, los monumentos y museos concentran a una inmensa cantidad de personas que se asemeja al pasaje hacia el infierno. Basta con visitar estos días los museos del Vaticano y la Capilla Sixtina: recorremos las opulentas estancias como ovejas hacinadas. Al llegar al lugar sagrado en el que Miguel Ángel pintó El juicio final en su bóveda, los frescos de criaturas que caen por el despeñadero hacia el fuego eterno se confunden con la escena de viajeros sofocados que no saben si también Caronte se los llevará en su barca hacia las calderas instaladas en las tinieblas.

Afuera, en la inmisericorde intemperie de la solemne plaza de San Pedro, el visitante prosigue su vagar en el brasero que se ha instalado en nuestro planeta sin tener que esperar a la lotería del más allá, con su promesa de una eterna primavera celestial o de las llamas que les esperarían a los condenados. El cambio climático es una suerte de pena en vida que trastoca las estaciones y nos confunde a la hora de la muda de prendas. Los glaciares se derriten. Las vendimias tienen que adelantarse huyendo de las sequías. Las tormentas son más intensas y destructoras. Los científicos nos notifican que la temperatura media de la Tierra en este mes de julio se situó un 1,5 por encima de los niveles preindustriales. Así no hay manera de escapar del espesor mental. La astenia general.

En este verano en el que los termómetros se deshacen como los relojes blandos de Dalí, aún no se ha determinado cuál es la canción que nos sacará del letargo y nos pondrá a bailar como aquel tema del 73: Eva María se fue buscando el sol en la playa con su maleta de piel y su biquini de rayas. Efímero como un amor de verano.

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