reminiscencias
Mi segunda defensa
Era el mes de diciembre del ´54 del pasado siglo; asistiría a mi segundo proceso penal como defensor por ante la Corte de Apelación de San Francisco.
El Fallo de Primer Grado provenía de Samaná; me tocaba luchar con una condenación de 30 años de trabajos públicos por Asesinato.
Se llamaba Silvestre el acusado, aparcero, dentro de una inmensa propiedad de don Panchito, ambos hombres ejemplares, buenos amigos, que compartían rigores del clima y sus sequías, el azote de las plagas, en fin, todo lo que entraña la tremenda aventura de sembrar en el campo.
Sobrevino una mortificación preocupante; el hijo del rico terrateniente no era apacible, ni sensato. Se divertía frecuentemente molestando con desprecios inexplicables a aquel coloso del sudor, el surco y las cosechas, cuyos provechos tenía que partir con su padre, que sí era un hombre de bien y muy comprensivo.
El joven rico no tuvo en cuenta nunca el afecto recíproco existente entre su padre, propietario, y el pobre Silvestre, simple aparcero. Era irrespetuoso, engreído, turbulento, lo que le llevó a creer en cierta medida que Silvestre era más bien un esclavo.
Al abrir el expediente, el nombre de Esperanza era de un hombre joven, compañero de juergas y disipaciones del hijo rico, no de una mujer, como pensara al principio, Los desprecios de los dos tenía un trasfondo odioso; intimidar al aparcero para que abandonara el predio.
Un abogado muy importante de la capital representaba al viejo amigo de Silvestre, que entonces perseguía su condenación a pena máxima por el asesinato supuesto de su primogénito.
El hecho fue que “gané el pleito”, según el lenguaje común de la gente; el público asistente, muy numeroso, recibió aquello como si se tratara de un encuentro deportivo: “Macorís, con su “pichón de abogado”, hijo de don Pelegrín, “había derrotado a la capital” con su brillante y experimentado abogado, de gran renombre.”
Entendí que el júbilo del público tenía otra causa; la de ver al hombre humilde del campo vencer al rico terrateniente; incapaz de racionalizar la ocurrencia criminal, sabedor como era de los atrevimientos del hijo insolente, con cierta fama de “perdonavida”.
Ahora bien, ¿por qué ese proceso resultó tan interesante? Por el tipo de interrogatorio que hiciera la defensa al testigo único y crucial, de nombre Esperanza Mendoza. El hombre era bizco rematado, y refirió que “oyó voces en el camino junto al cacao y corrió por éste con el tiempo necesario para llegar y ver cuando su amigo estaba siendo apuñaleado por Silvestre.”
El interrogatorio fue eficaz y fueron muchas las contradicciones que surgieron. Apareció una nota cómica, cuando el testigo, muy molesto por la alusión que hiciera el defensor a su bizquera, al preguntarse cómo podía ser posible que pudiera pasar por la oscuridad tremenda de un cacaotal, corriendo, sin lesionarse. El testigo no se dio cuenta hacia dónde lo conducía el “pichón de abogadito” debutante y repitió en forma enfática y decisiva algo que había afirmado en Primer Grado:“Lo pude ver todo porque la luna esta llena y parecía un día de sol.”
En el Primer Grado, al parecer, la defensa desconocía una experiencia de juicio penal en Illinois, Estados Unidos, donde un abogado defensor, que luego pasara a ser un gigante de la historia mundial, Abraham Lincoln, obtuvo una victoria, precisamente desmintiendo a un testigo que afirmaba la claridad de la luna llena, para justificar cuanto decía haber visto.
Al llegar ese momento, el defensor señaló a la Corte que el testigo mentía, tal como lo hiciera en Primer Grado para destruir al acusado; ésto, planteado con gran dramatismo, destacando cómo aquel sembrador impenitente de la tierra, padre de una familia humildísima y decorosa, fuera a parar a una celda como un vulgar asesino.
Lo que sorprendió fue que la defensa sólo tenía en sus manos un librito, que entonces tenía una importancia enorme para los productores del campo, llamado Almanaque Bristol. Procedió a consultar el ejemplar de la fecha del hecho y no había luna siquiera en el firmamento.
Cayó como una bomba en el plenario la revelación del hallazgo y podrán ustedes imaginar cómo aprovecho la defensa esa ventaja. El testigo se turbó brevemente, se derrumbó ante la serie de contradicciones comentadas por alguien que llegó a creerse “un tribuno victorioso”. La sentencia se venía abajo, pero fue un Cuez de la Corte la figura estelar del episodio.
Esperanza Mendoza temblaba por sus mentiras al terminar el interrogatorio de la parte civil; el Magistrado procedió a hacerle preguntas mansas y consoladoras al perjuro, que se sintió rescatado por la amable serenidad de don Luciano, el Juez de Corte, y se desmayó en medio de sollozos, confesando arrepentido que “se le pagó para mentir”, “que todos sabían allá que había sido el muerto quien asechaba al otro para darle planazos y quitarlo del medio”. Invirtió totalmente su versión terrible de cargo y Silvestre fue exonerado de Asesinato; no se admitió la tesis de la Excusa de Provocación y se impuso la pena mínima de homicidio de tres años.
Don Luciano, el Juez, largo tiempo maestro de escuela, persuadió al testigo de hablar, no sólo la verdad, sino toda la verdad y nada más que la verdad. Era un Juez de aquel tiempo, facultado para hacerlo.
Nada parecido al Juez de hoy, tercero imparcial, testigo de piedra, que poco participa en la procuración de esa verdad en justicia.