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Reminiscencias

La Tribuna Penal, mina de oro vivencial

Buscar en el viejo armario de mis recuerdos ha pasado a ser un pasatiempo estupendo. Me sirve de gimnasio para la memoria y aunque a veces se nublan mis ojos de lágrimas por evocaciones de familiares o amigos muy queridos, lo cierto es que el particular quehacer es agradable como son generalmente las introspecciones espirituales.

En estos días últimos todo se ve extrañamente mejor que entonces, todo lo vivido. Se produce una especie de apaciguamiento del ímpetu al reapreciar las cosas; si aparece algo a corregir, está presente una valiosa capacidad de comprender por dónde anduvieron las razones verdaderas, cosa ésta que permite, tanto la satisfacción de haber obrado bien, como el deber de rectificar, lo tenido por válido, que el tiempo se ha podido encargar de esclarecer.

El reconocimiento más gratificante es el del error. Hay espacio así para el sosiego de la conciencia, que es árbitra impertérrita, capaz de acomodar al remordimiento y hacerlo respetable, cuando se siente sinceramente.

Esto es extensísimo, pues abarca los afectos y desafectos en los distintos ámbitos de la vida, especialmente en el trato interpersonal entre amigos, parientes y adversarios.

Tuve una ventaja temprana en la vida para poder entender de esas dificultades, porque hubo un tiempo en que asistía y participaba, casi a diario, en juicios penales y éstos son escuelas de vida.

No hay jamás dos idénticos y en ellos se ventilan los trastornos de todo género; obligan a bregar con sentimientos de todos los calibres; enseñan por dentro las ondulaciones de las conductas y uno termina por ser parte, de un modo u otro, del drama de cada juicio.

El aula que resulta la audiencia penal es incomparable; un quirófano, si se quiere, donde el abogado es en gran medida parte esencial para ese parto difícil de alcanzar l“la verdad en justicia”.

Se dice, no con ligereza, “el abogado ha de, defender sus casos como propios y perderlos como ajenos.” Eso se dice y, joven aún, uno lo piensa y practica porque de otro modo terminaría abrumado peligrosamente.

Jueces

Jueces

Sin embargo, a medida que pasa el tiempo se va revelando que no ha sido cierto eso de “ganarlos como propios y perderlos como ajenos”. Ocurre que todo lo acontecido estaba allí en el armario de los recuerdos y la conciencia es implacable, pasará algún día cuentas, haciendo de las suyas con sus intimidades y secretos que allí el abogado será el último reo de su propia existencia.

Imaginen, pues, si fuéramos a contar el millón de vivencias, cómo uno quedaría. Sólo el buen diseño de la vida, obra de Dios, permite pasar algún día cuentas haciendo salir, no sé si ileso, de una ancianidad lúcida como la mía. Pienso mucho en colegas idos, en mis jueces, y claro está, en mis defendidos, como en mis acusados. Y en verdad confieso que siento con ello como una repetición de la vida.

Ahora, alejado de aquellas hogueras, en el frio posible de los olvidos, vuelven los sucesos, pero ya examinados sin las pasiones y las durezas de los desencuentros. ¡Qué hermosa es esta etapa de la vida! ¡Qué maravilla de diseño me ha tocado vivir!; cosa que a Dios agradezco.

Me ha emocionado tanto que me duele pensar, que ya no tengo tiempo de relatar todo aquello; una vida plena de alegrías y sinsabores de la tribuna, seguida de una dedicación única a la causa mayor de mi Patria en peligro.

Sería imposible retrasmitir todo aquello y me limitaré a recordar un episodio, al parecer insignificante, pero para mí muy aleccionador.

Recién graduado, me tocó representar a una laboriosa mujer de mi pueblo que trabajaba en su viejo mercado. Tenía allí un pequeño colmado.

Un día, un hombre de buena edad sustrajo algunos efectos comestibles, aprovechando un descuido de aquella dueña incansable. La reacción de ésta no se hizo esperar y persiguió al “ladrón”, según la denominación social inveterada.

Una vez apresado en su rancho de un barrio del pueblo fue sometido a la acción de la justicia con toda la severa solemnidad de entonces.

Haré una síntesis

extrema:

Se armó el juicio; se abarrotó la sala; el defensor, muy duro contra la querellante; a ésta, hubo que calmarla; discurso de acusación privada extraño; hice la defensa virtual del prevenido; no comprendía la abrupta compasión, al desarrollar la tesis del robo famélico; famoso Caso Menard de Francia fue eje; el nuestro, un prevenido que perdiera días antes su hijo en accidente; esposa sufriendo tuberculosis terminal y había perdido el trabajo; sobre todo, quedaban tres niños por alimentar. Indagué cabalmente tal desgracia.

Al terminar, mi representada prorrumpió en llanto, arrodillándose ante el juez; pidió en nombre de Dios perdón de toda pena; el colega adversario, muy turbado; el duro Fiscal conmovido; el Juez se repuso y explicó a la implorante: “No puedo soltarlo, pero la pena será la menor. Usted nos ha dado lecciones”; aplausos cerrados. La multitud del parque contiguo alababa al “pichón” de abogado, hijo de don Pelegrín.

La pulpera fue lejos; se hizo cargo, además, de la manutención de la familia desdichada; utilizó una expresión que todavía conservo: “En la vida, hay que ponerse en los zapatos del otro, yo hubiera hecho lo mismo para salvar del hambre a los míos.” Mujer generosa, hija del pueblo. La síntesis no llega a describir tal ocurrencia.

Mi amado pueblo, impetuoso, pero justo y noble desde siempre.

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