reminiscencias

Todos los días son de las madres

Estas Reminiscencias de hoy son especiales, pues debieron salir a la luz el Día de las Madres; no era turno de mis novecientas palabras quincenales.

No se refieren a mi madre, vencedora del olvido por décadas, sino a mi esposa, madre de mis hijos, un premio inolvidable que me deparara la vida.

Lucho con su ausencia y me siento vencido; su ida ha sido una pérdida de parte de la vida mía.

Junto a su tumba sentí batiendo sus alas, una indefensión increíble de mi mente. Del viejo orador, sólo quedaba su inexpresable dolor. Rebatí a Bécquer al decir: “No, no. Mi muerta no quedará sola y triste en este cementerio. Ni siquiera dije: Hasta pronto, amada mía. Me la traje envuelta en mis recuerdos permanentes.

Quiero evocar episodios de su vida junto a mí, llena de sabiduría y modestia.

Familia Castillo Semán.

Familia Castillo Semán.Fuente externa

Siendo los hijos niños y adolescentes, se divertían al aludir su lugar de nacimiento, cantando: “Muchacha bonita de Los Algodones… No te vaya´ ahora que esto se compone”. Ella sonreía, sin comentar su oriundez. Un día, le ofrecí defensa con este argumento: Tu madre nació en Nazaret y tu padre en Belén; pregúntales si saben de quiénes podrían ser compueblanos. También sonrió mansamente.

Tiempo después, al pasar por Los Algodones, como estaban florecidas las amapolas, aquello era un jardín inmenso. Me dijo: “¿Tú ves? Ahí nací yo, ésta es mi tierra; Jesús y María son de todos, no los utilices en tus argumentos; estaban de seguro en las oraciones de mamá.” Era una familia palestina cristiana, sembrada para siempre en nuestra tierra. Mi esposa, serena y generosa, creía en ello.

Otro día, recibimos una invitación del Palacio de Gobierno para asistir a un banquete en honor del presidente de Palestina, Mahmud Ridha Abás. En la sobremesa el presidente Leonel Fernández se acercó con el importante invitado, haciendo la presentación de estilo; un momento breve, pero emocionante por razones obvias.

Al regreso, la sentí conmovida y le pregunté qué le había parecido. Respondió en forma extraña: “Mamá lo hubiera gozado mucho; no olvidó nunca su tierra; la mía es ésta, donde estás tú y nacieron mis hijos.” Agregó: “¿Es cristiano el presidente?” No lo creo, respondí, permaneciendo ella en silencio, sin dejar de decir: “Leonel, siempre es amable.”

Un día fuimos a Puerto Plata. Estaba anclado un buque de la guardia costera norteamericana. Era presidente del Consejo Nacional de Drogas y me habían invitado a visitar la nave porque días antes me llevaron a ver el ejercicio de captura de una lancha en operaciones de tráfico.

La pude convencer para que me acompañara al barco. Al subir a bordo, sonó un pito sirena y se oyó una voz llamar: ¡Atención!

Ella se desconcertó de algún modo y me dijo: “¡Qué es esto!”. Subimos sonrientes a cubierta y al salir le dije: ¿Oiste la explicación del pitido? Es cuando llega y sube a bordo el capitán o algún personaje de importancia. “Tú te lo mereces, por los riesgos y peligros que corremos.” Así la limitó su prudencia.

En verdad, mi esposa muerta seguirá siendo un ejemplo de compañera inmensa. Nunca le oí improperios; jamás un torpe cuento “picante” o de morbo; la murmuración de otros no existía en sus labios, era infinita su capacidad de perdón. Rosario en manos, día a día, en su puesto de mando; un sol de fe, valor y esperanza.

En mis vicisitudes, en ningún caso la oí protestar. Callada y fuerte era la solidaridad que emanaba de su presencia de siempre; era una bandera de aliento para las luchas. De una firmeza asombrosa; su reacción digna y adecuada siempre estaba presente.

Enemiga jurada y callada de la vanidad; detestaba la exigencia de favores en su provecho; sentía una honda ternura por los pobres de la tierra, especialmente los niños expuestos al desamparo.

En verdad confieso no tener términos para el elogio, más merecido que nunca. Frente a mí era vencedora por algo muy especial, la amorosa relación que sostuvo toda la vida con mi madre.

Desde el principio del noviazgo fue su otra hija; tenían una especie de tierno acuerdo para sobrellevar mis incertidumbres tormentosas de los primeros tiempos, en medio de excitantes triunfos profesionales. Fueron mis dos catedrales donde ir a descansar y rezar mis grandes fatigas y el paso del tiempo se encargó del resto. De este hoy, lo más valioso que tengo es su recuerdo.

De esta Reminiscencia, paso a otra, no menos elocuente de cómo era. En el año´96 llegué a la casa y allí le comuniqué una propuesta, aceptada y convenida, con el joven Presidente. Luego de rehusarme a servir desde la Procuraduría General de la República, en favor de la preservación de la honra de la oficina centenaria de mi padre, acepté ser presidente del Consejo Nacional de Drogas.

Su primera reacción fue de desencanto: “¡Por fin, Vincho, cuándo vamos a terminar de tanta exposición a riesgos de la familia!” Su tono fue más que un ruego y mirando unos nietecitos que jugueteaban en la galería, le señalé: ¡Tú sabes bien, es por ellos! Me miró con su incomparable comprensión y dijo: “Tú tienes razón una vez más”. Esto sólo bastaría para probar la fuerza moral de mi eterna compañera.

Estas Reminiscencias, en honor de sus méritos de madre y esposa incomparable, es lo que entrego. A mis hijos les señalo el deber de exaltar en altar de gratitud sus sacrificios.