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Clavos para el ataúd de los jesuitas de España (1767)

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Manuel Pablo Maza Miquel, S.J.Santo Domingo

El Conde de Aranda, entregó a Carlos III una carta en la cual el General jesuita aseguraba poder mostrar que Carlos III no era hijo legítimo, sino de un adulterio (Isabel Farnesio con el Cardenal Giulio Alberoni). La carta fue “descubierta” en las maletas de dos jesuitas que partían para Roma.

Se comprende mejor el carácter secreto que Carlos III dio a la expulsión de los jesuitas: “…en mi real persona quedan reservados los justos y graves motivos que, a pesar mío, han obligado mi real ánimo a esta necesaria providencia, valiéndome únicamente de la económica potestad sin proceder por otros medio… Prohíbo expresamente que nadie pueda escribir, declarar o conmover con pretexto de esta providencia, en pro ni en contra de ellas, antes impongo silencio en esta materia a todos mis vasallos … … mando expresamente que nadie escriba, imprima, ni expenda papeles u obras concernientes a la expulsión de los jesuitas de mis dominios no teniendo especial licencia del Gobierno…”.

Se ordenó al Embajador español ante el papa Clemente XIII negarse a dar la más mínima explicación luego de entregar la carta real en la que se informaba al Papa de la expulsión de los jesuitas. Las órdenes de expulsión las redactaron secretarios jóvenes y hasta niños incapaces de comprender el asunto. Los sobres fueron dirigidos a los funcionarios de la Seguridad, con esta mención: “bajo pena de muerte no abriréis este pliego hasta el 2 de abril de 1767, al declinar el día”.

Esta era la orden: “Os revisto de toda mi autoridad y de todo mi poder real para que al punto os trasladéis con mano armada a la casa de los Jesuitas. Os apoderaréis de todos los Religiosos y los haréis conducir como presos al puerto indicado en el término de veinticuatro horas, donde serán embarcados en busque destinados a este efecto. Al tiempo mismo de la ejecución mandaréis poner sellos en el archivo de la casa y en los papeles de los individuos, sin permitir a ninguno que lleve otra cosa sino los libros de rezo y la ropa blanca estrictamente necesaria para la travesía. Si después del embarque quedase en vuestro distrito un solo jesuita, aunque esté enfermo o moribundo, seréis castigado de muerte” Yo, el rey (Lacouture I, 2006: 564 – 565).

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