Haití: Un estado fallido
Cuando hablamos de “Estado fallido”, nos referimos a aquél que, a pesar de estar reconocido por la comunidad internacional, no puede garantizar su propia operatividad, ni la de los servicios básicos de la población, ni la seguridad de sus ciudadanos.
Este concepto surgió en los años 90, utilizado por primera vez por los politólogos estadounidenses Gerald Herman y Steven Ratner, una vez caída la URSS, al surgir un grupo de nuevos países independizados de los soviéticos, que exhibían una profunda crisis institucional.
Entre las características más relevantes de los Estados fallidos están la incapacidad para mantener el control de su territorio, la falta de autoridad y la imposibilidad de tener el monopolio de las armas y el orden público.
En fin, en un Estado fallido las instituciones no funcionan, la economía prevaleciente es de subsistencia, el delito, la corrupción e impunidad campean y la violencia resulta el método habitual de vida, poniendo en peligro a sus propios ciudadanos y una amenaza constante a sus Estados vecinos.
Todas estas premisas son verificables, en mayor o menor grado, en Haití, cuyo deterioro institucional y de seguridad se ha ido incrementando en el tiempo, llegando en este momento a ser un Estado prácticamente colapsado, donde se ha perdido el monopolio de la fuerza, careciendo de capacidad para proteger a sus ciudadanos de la violencia, con un gran vacío de poder y la imposibilidad para satisfacer las necesidades esenciales de sus ciudadanos.
Aunque no es el único país del mundo donde existe esta condición. Haití es un país con un proceso indetenible de deterioro institucional y de empobrecimiento generalizado, que le da como única opción de mejores horizontes a su población, la migración a la nación más cercana: la República Dominicana.
Hay una serie de elementos nuevos, que sumado al lastre acarreado en toda su historia, han agravado la situación en Haití. Entre estos se destacan: la pandemia del Covid-19 y la secuela de crisis económico-social que de ella se deriva, el asesinato del presidente Jovenel Moise en julio de 2021, el sismo de agosto de 2021, la inmensa cantidad de secuestros extorsivos ocurridos y la proliferación de bandas criminales que controlan importantes zonas de Puerto Príncipe y prácticamente todo el país.
A consecuencia de esta profunda crisis de seguridad protagonizada por esas bandas, ni siquiera los niños han podido volver a las escuelas y algunos barrios de la capital se han convertido prácticamente en zonas de guerra. Además, esto ha provocado problemas de abastecimiento de combustible y otros insumos, ya que para poder distribuirlos, los camiones deben pasar por áreas tomadas por las pandillas.
Ante ese estado de quiebra general e inestabilidad política de Haití, no sólo están en peligro sus propios ciudadanos, sino también su Estado vecino, a causa del flujo migratorio y la posibilidad de que esos actos delincuenciales puedan traspasar la frontera.
La República Dominicana no puede cargar con esta situación. Desde hace tiempo, he sostenido que la única manera de solucionar la crisis haitiana es con la ayuda de la comunidad internacional. Es inminente un desarme general para la pacificación de esa nación, proveer a la población de las necesidades básicas, crearle fuentes de empleos in situ, imponer el orden público, organizar el registro civil y refundar las instituciones básicas. Estamos ante un estado colapsado y una especie terra nullius