Descafeinando la religión
La palabra secta proviene del latín secare, separar y, también, de sequi, seguir; ambas etimologías concuerdan con su significado tradicional: un conjunto de personas que se separan de un grupo mayor y siguen un camino distinto.
La difusión de las sectas, hoy, no responde a una simple casualidad. El materialismo, el consumismo y el vacío espiritual imperante constituyen un hábitat propicio para su nacimiento y expansión. Ello es así, porque a la persona se le dificultad dar respuesta a las grandes cuestiones y anhelos de la vida. Los problemas y la crisis existencial promueven en los individuos la búsqueda de una salida que calme las presiones de la vida y que les propicie seguridad interior. Por lo regular, estas personas que se aglutinan bajo la sombra de grupos sectarios presentan un perfil de personalidad bastante definido: inseguridad, escasa tolerancia a la frustración, desilusión cultural, desconocimiento de las sectas, propensión a la dependencia emocional a personas autoritarias y la baja formación cultural.
Más aún, sobre la base del surgimiento de las sectas se verifican, básicamente, tres fenómenos psicosociales importantes: la angustia, la frustración y la pérdida de identidad. La angustia está siendo generada por los cambios sociales acelerados, además, la inestabilidad de instituciones ejemplares como: la familia, la escuela y la Iglesia. La frustración sociocultural podría tener su origen en la dificultad para estructurar la vida desde modelos respetuosos. Y, el sentimiento de pérdida de identidad y la disfuncionalidad de las relaciones conducen a muchos a valorar y a refugiarse en nuevos grupos afectivos.
Hoy, la multiplicidad de sectas podría estar respondiendo a una necesidad, real, de los individuos. Las sectas ofrecen seguridad y salvación. Se asume la convicción de que el mal está fuera de ella y que, a lo interno del grupo sectario está la salvación, la seguridad y la verdad. La secta asegura una solución al sentimiento de frustración, acogiendo a la persona y esta se siente importantizada, persuadiéndola de que se le ofrece la verdadera revelación a la que otros no pueden acceder. La persona misma considera que puede constituirse en un instrumento de salvación para otros. Liberándose así de la prisión del anonimato, al sentir la calidez del afecto y la amistad que ofrece el grupo, al menos en un primer momento. Sin embargo, la frustración no se hace esperar. Llega el momento en que la persona siente la esclavitud propia del fanatismo, de la rigidez destructora de su persona, generando todo tipo de perversión del crecimiento. “La credulidad, o esa confianza demasiado grande en una opinión que no está debidamente demostrada, es un tipo de debilidad que suele atribuirse a todas las sectas”. Definitivamente, “la religión mal entendida es una fiebre que puede terminar en delirio”. Sin embargo, la genuina experiencia religiosa aporta paz y equilibrio emocional y espiritual a la persona. Por otra parte, el evangelio de ninguna manera puede considerarse una noticia tranquilizante y, menos, aún, una droga. Es inútil “descafeinar” la religión. Lo importante no es “disponer” de Dios a nuestro antojo, sino responder fielmente a su misterio.