El maestro Carlos Hidalgo y la solución económica nacional
La mañana de ayer fue la definición del sortilegio. Mágica improvisación de un encuentro lleno de ideas y visiones de esas que escasean y escalan el alma al páramo de lo ríspido y lo ideal.
Lo llamé pasadas las 9:30 am para confirmar el encuentro convenido con varios días de anticipación. Su tiempo vale. El mío, también. Si lo regalamos, entregamos por poco o nada trozos de lo poco de la vida que nos resta, me dijo. Sabemos que desean quitárnoslo —pensé— quienes se apoltronan en despachos y poderes a esperar recibir los “aportes”; que les lleven iglesias, santos, limosnas, misas, la curia completa, feligreses, velas, las oraciones, las limosnas y el perdón, que no debe faltar. Es que el baúl de sus fortunas y “liderazgos” aspirados no tiene fondo o límite. Todo lo quieren para sí, sus hijos, esposas, queridas… Una vez que lo obtienen se dedican a discursear y a poetizar sobre el país.
Peor que en los tiempos más oscuros del período esclavita.
Líderes trocados en cazadores de esclavos.
Gracias a Dios tenemos, los intelectuales —no los “cuadros políticos” revestidos de “intelectualidad”—, este refugio al cual asistimos ungidos por el bálsamo de la civilidad: tolerancia, respeto a la opinión ajena no compartida; admiración por las calidades de la labor de los otros —incluyendo competencias y adversarios—, sentido de solidaridad, calidades en el hacer, expresar y decir.
Reencontré al maestro Carlos Hidalgo (n. Santiago Rodríguez, 1948) después de muchos años, casi treinta. Es un artista formidable. Ido Alberto Houellemont (Santo Domingo, n 1939 - †2020) y Guillo Pérez (n. Moca, 1926 - †Santo Domingo, 2014), sobrevive como clausura de la denominada “Escuela de Santiago”. Esta triada tipifica el mayor nivel cualitativo alcanzado en el arte nacional por la incursión endógenamente radical del grandioso Yoryi Morel (Santiago, n. 1906 - †1979), ese vigoroso artista nacional que transitó sin concesiones los contradictorios derroteros que separaban la herencia de Sorolla (Joaquín Sorolla Bastida, n. Valencia 1863 - †Cercedilla, 1923) y al expresionismo verista y costumbrista radical. Un dualismo en el cual pintar era un hacer como en la más exigente de las academias y, también, proceder contrario a ellas: elevando el gesto y la libertad al grado de protagónico exabrupto, instigados por la fuerza pura de la realidad atrapada en la emoción de almas rebeldes e inconformes.
Peña Defilló (Santo Domingo n. 1929 - †2016) no me perdonó reconocer esos valores de la Escuela de Santiago que sobrevivían en la plástica dominicana actual porque él no era historiador del arte, sino un artista formidable. Su rol era, precisamente, apartarse de todo lo anterior, como hizo con altura y grandeza singulares. Para los historiadores del arte, en cambio, los fenómenos socio culturales ocurren y tienen presencia, vigencia y valor sociales independientes de la preferencia de los sujetos, de la subjetividad. Ellos forman parte de o definen procesos culturales conceptual e históricamente específicos. Vinculan y tipifican períodos, estratos sociales: sus anhelos, preferencias, sentido de pertenencia y disrupciones dominantes.
Me satisfago en haber conocido “in profundis” la obra de estos tres sucesores de Yoryi Morel: Guillo Pérez, Alberto Houellemont y Carlos Hidalgo.
El sacrificio de Houellemont supera el que cualquier artista nacional haya hecho por seguir su vocación: abogado prominente, procedente de una familia socialmente bien establecida, abandonó todo para dedicarse a pintar como quería hacerlo. Como si el arte fuera su Cristo y para seguirlo cumpliera el mandato de “Déjalo todo y sígueme”. Salvando las distancias estilísticas y sin que abandonara la Isla, fue, podría decirse, el Gauguin dominicano.
Repartir el presupuesto entre todos.
En la marquesina de su residencia ubicada en los alrededores de la ave. Monumental, contemplo el éxtasis nacionalista de una obra al óleo, 50 x 70 pulgadas que un amigo común encargó a Carlos Hidalgo. La tiene casi concluida aunque, conociéndolo ya como lo conozco, se que la demorará varios días para acentuar cualidades y enriquecer lo que le resulta decisorio en la conceptuación de su obra como propia: la luminosidad.
Para algunos “críticos” radicales, formados historiadores y teóricos del arte la obra de Carlos Hidalgo podría sugerir extemporaneidad, y no dejan de tener razón, sólo que no observan el carácter intensamente extemporáneo de la cultura nacional, cronológica y profundamente bicéfala, esto es escindida entre el pasado y un presente que no acaba de cuajar o de languidecer. En un entorno así, existe una historicidad relativa. Y una temporalidad atávica. ¿Esta obra es válida, entonces? Para mí, sí. Por el modo tan emotivo de referir un vínculo a lo que ahora resulta —después de 1844— esencial: la dominicanidad. Lo que Hidalgo, con su obra, proclama.
Se define pintor de lo dominicano y lo refiere no como presente o futuro sino como nostalgia. Late, entonces, un romanticismo en esta obra suya, como en la morriña figurativa de Elsa Núñez (Santo Domingo, 1943 - ). En ambos, a falta de un futuro cierto, el tiempo pasado es el mejor y el espacio de la existencia, el jardín de la memoria y la auto percepción. De aquí que Carlos Hidalgo pinte sus memorias sobre el país que éramos: la gente, las ciudades, los bosques y campos que ya no somos. Sus añoranzas puras. Sus recuerdos fuertes. Esos que al pasar los años gravitan con creciente intensidad y persistencia. Lo sorprendente es cómo en el lenguaje del verismo tradicional, incluso aguijoneado por el impresionismo, el maestro Hidalgo desata una reconstrucción absolutamente valiente y no descriptiva sino sugerente de sus memorias. Hidalgo no ha sido un irresponsable ante el arte como otros hoy consagrados con premios y boatos, cuya vida transcurrió degradando el arte para terminar paradójicamente premiados en una nación donde la política partidista se ha adueñado de los criterios de valor científicos y estéticos. La adscripción política que genera ventajas económicas a los “líderes” construye famas, minando las bases de la cultura nacional, fomentando la corrupción del criterium.
Me sorprende la calidad con la que Carlos Hidalgo ha pintado y pinta. Cómo su óleo denso y matérico no se amedrenta, revelando y ocultando. No es un artista cobarde o vago que pretende entregar relamidas formulaciones a base aguadas en las que el objeto principal es ahorrar óleo y, también, dedicar menos tiempo a la factura. La perorata explicativa no evitará que esas obras en varios años dejen de existir, pues la luz tropical —esa a la cual el maestro Hidalgo otorga relevancia— engullirá los pigmentos, su alimento. La gente —incluyendo “artistas”— ignora que la luz come color. Hay una química digestiva pigmento-sol.
El arte y el hombre: la solución económica nacional
Y es mientras contemplo, analizo y valoro esta obra apoyada en el caballete, celebrando el campo nacional con unas intensidades de cromática poesía y desenfadada libertad, cuando surge el tema dominicano y permea la cuchilla de la realidad; la tragedia y éxtasis del dominicano hoy. La vida y sus secularidades. La cotidianidad y su peso peor ingresan con insolencia a este momento, se coloca junto con esta tela sublime y pienso que si en un perro muerto aún puede refulgir la belleza impoluta de los dientes, la belleza puede existir incluso en el infierno.
Así desde esta obra que me presenta un paraíso ya arrasado por la historia y el presente, soy extrapolado a la ciudad, a cuyo tránsito y cotidianidad infernales habré —en un momento— de regresar desfe el diálogo.
La realidad se sobrepone, sabemos.
Cuando lamentamos tales circunstancias y expresamos nuestra fe en que el presente conduzca a un futuro mejor, el maestro Hidalgo esboza su teoría sin dejar de esbozar una sonrisa ampulosa, traviesa y sagaz.
—La solución es repartir el presupuesto nacional entre todos y cerrar el gobierno.
Me sorprende el escopetazo, que la espuria cotidianidad haya encontrado rendija por donde colarse y venir hasta este momento de sublime escapada hacia el arte; reclamando una presencia que desea reducir lo estético a lo vital y ríspido.
Yo, que deseaba olvidar todo en esa mañana de ayer sábado escucho la propuesta económica del maestro Hidalgo para la solución nacional.
—Es mejor repartir los cien mil pesos que corresponden a cada dominicano y cerrar el gobierno.
Él parte de la idea de que el presupuesto del gobierno dominicano ronda el billón de pesos y que 10 millones de dominicanos habitan la República. Si se repartiera a partes iguales, tocarían, cada uno, los 100 mil pesos que refiere.
Me causa risa su propuesta y a él también.
Entiendo que si desde el arte la realidad empujó hasta inmiscuirse aquí, es por razones atendibles y lamentables.
—No sólo de pan vive el hombre—, recuerdo para vencer tentaciones y regresar a la obra.
El arte puede curar hasta la precariedad o hundirnos profundamente en ella.
—Si el gobierno entrega sus 100 mil pesos a cada uno, ya no será responsable de ofrecer atención médica, educación, seguridad social, ciudadana ni vial,… ni preocuparse por nada — insiste el maestro Hidalgo.
No salgo del asombro, lo confieso, lamentando a dónde conduce la desolación, la fuerza que el desasosiego está adquiriendo hasta en la imaginación.
El maestro Hidalgo ríe. No creo que sea un anarquista. Que esté harto de esperas y promesas, sí.
Cada cabeza es un mundo, me digo. Y regreso a mi admirada apreciación, disfrutando las calidades de la obra de arte de este artista que destella, luminosa, colorida, urbana y vegetal, ante mí.