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EL BULEVAR DE LA VIDA

Palabras mayores

Y aquí andamos otra vez, co­mo don Mario, “conster­nados, rabiosos, aunque la muerte sea un absurdo previsible”.

Así andamos indignados y llorosos en las redes, en la iglesia y en el bar de la esquina, tocando el fondo de una si­tuación de vulnerabilidad y miedo inso­portables.

Un miedo que no sabemos si es ma­yor cuando nos atraca un delincuente, o cuando nos detiene un agente de la Policía que, vistos los hechos, podría te­ner vocación homicida, porque ingresó a las filas de la institución sin un minu­cioso examen psiquiátrico, y no es ca­paz de contener su ira, de manejar sus frustraciones, de soportar los fracasos, duros golpes que a todos nos da la vida.

Pasan los años, se repiten las trage­dias, se teoriza en las tertulias, se comi­siona a comisiones para que, ya comi­sionadas aporten -en comisión- unas soluciones que luego por falta de vo­luntad política -y beneficio político electoral a corto plazo- no serán aplica­das, y otra vez se riza el rizo.

Las palabras sin hechos no son nada. Y si las leyes sin aplicación son malas pala­bras, entonces, qué vulgares han sido los gobiernos de nuestra democracia en pa­ñales desde 1978 hasta ayer.

La más verificable situación de caos y arrabalización institucional la tenemos los dominicanos en las calles de práctica­mente todo el país; atrapados en la anar­quía más impune y celebrada de Sonatas grises, motoconchos sin placas, y niñatos “bien” en buenos carros y malos pasos.

El tránsito de nuestro país es un hor­miguero patea’o, que de Buenos Aires decía don Atahualpa Yupanqui, y no por falta de educación, sino por falta de re­presión, por la ausencia de un régimen de consecuencias que existe pero no es aplicado.

El mismo patán que transita en vía contraria, sin licencia ni seguro, es un ca­ballero inglés al conducir por las calles de Madrid o Nueva York. (A un agente policial de Londres nadie le insulta sin que su nariz toque el asfalto).

¡Cuántas veces vamos a decirlo! Qué debe ocurrir para que lo entendamos: Sin garras, las leyes son mentiras y la ci­vilización peligra.

A las autoridades competentes -y so­bre todo a las incompetentes- vuelve uno a advertirles lo mil veces advertido en los últimos años... Cada día son más -y así lo reflejan todas las encuestas- los do­minicanos dispuestos a cambiar libertad por orden. Democracia por dictadura. ¡Y esas sí que son palabras mayores!

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