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El dedo en el gatillo

Caperucita Roja

Le debo a un amigo reactualizar esta reflexión. Días atrás me recordó la manida frase creada por algún alucinado: “El mundo ha cambiado, pero nosotros no”.

En cierto siempre le encontré razón porque este tiempo entraña maneras distintas en los hábitos del ser, desde el trabajo hasta el amor.

Sin embargo, aquella frase ambivalente oculta un significado bastante complejo y me hizo recordar un episodio de mi juventud lejana, cuando me enrolaba como jurado en los concursos provinciales cubanos.

En uno de esos viajes, un laureado escritor cuyo mayor talento se escondía dentro de su carné de miembro del Partido Comunista, quiso llamar la atención a los viajeros de un transporte estatal, al comentar en voz alta: “Pinar del Río ha cambiado después del triunfo de la Revolución”. Aquella ingenuidad fue respondida casi al instante por un trepador oportunista camufleado en el grupo:

“¿Y qué tú pensabas, encontrarla igual?”.

El personaje cayó en broma colectiva y todos celebraron la ocurrencia del trepador quien, lamentablemente, tenía razón, pero no por un remozamiento castrista, sino por el paso del tiempo sobre la osamenta de la ciudad, considerada tristemente como “la cenicienta de Cuba”.

Desde ese instante aprendí a conocer el valor del cambio. En países con historias tan cortas y convulsas como Cuba y la República Dominicana no hay tiempo de titubeo. Los cambios se nos vienen encima, a veces vestidos de colores intensos y de ideologías exóticas que van y vienen con la intensidad de los huracanes.

El cuento infantil Caperucita Roja con los años ha cambiado de finales y permisos. Hasta el cine ha producido versiones tétricas de esta obra clásica que en su versión original advertía a los niños el peligro del exceso de confianza en los desconocidos. A pesar de la manipulación sufrida con el paso del tiempo, seguimos prefiriendo aquella versión original de una niña engañada por el lobo feroz.

Antes de la pandemia viajé dos o tres veces en el Metro de Santo Domingo y presencié miradas de extrañeza por mi decisión de ceder mi asiento a un anciano, a una embarazada, o a un niño pequeño.

En el mundo de hoy opera una nueva correlación de fuerzas y todo lo que va en su contra corre el riesgo del olvido. Por eso entiendo el placer por el encierro, el actor de crear textos que solo podrán ser exhibidos en librerías virtuales, y de historias de un tiempo que, malo o bueno, jamás volverá a repetirse.

Me sirve de consuelo saber que estos cambios son de forma, no de fondo. Seguimos siendo locos, ingenuos o rufianes. La historia original de la niña de la capucha roja engañaba por un lobo hambriento y defendida por un valiente cazador, nos seduce cuando la escuchamos.

Los pasajeros del Metro aplauden mi decisión de no permanecer sentado ante los más débiles, a pesar de que la mala educación de algunos les impida mirar el lado positivo del legado.

Sí, el mundo es otro. Hay demasiados tatuajes, afán de fama, dinero fácil, desenfado y espacios para el cultivo del ego individual. Nunca como ahora el sacrificio de estudiar es tan ilusorio como robar un banco vacío, porque el mundo incentiva una practicidad aterradora para que cada quien se gane la vida sin mirar la imagen de su espejo.

Recordé la herida provocada por la frase de aquel oportunista “cubano” a un ingenuo miembro del Partido Comunista con ínfulas de escritor en un lejano encuentro literario. La mirada ha cambiado, pero las circunstancias son las mismas. El trasgresor logró las mieles de un poder que todavía disfruta. El militante, a pesar de sus medallas, nadie lo recuerda: no escribió un libro que valiera la pena.

Hoy en el Pinar cubano, las gentes sueñan con la añorada veleidad porque tienen un corazón pintado de un rojo que en cualquier momento sombrea una tonalidad menos espúrea. No importa si las pancartas cambien sus tatuajes, o la desaparecida ensoñación por la llegada de un cartero pretenda sucumbir. Siempre habrá un ingenuo con las manos dispuestas a aplaudir, un trepador que ocupara cargos que no podrá ganar por su propio esfuerzo, y un testigo presencial para burlarse de ambos, y se encierre en su casa a escribir páginas que posiblemente jamás serán leídas,

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