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Migración y soberanía

(II)

La migración como todo fenómeno social es un hecho complejo. Una de sus aristas es que a la base de todo flujo migratorio, o de la mayoría de ellos, existen un doble proceso de expulsión y de atracción. Expulsión por las difíciles condiciones existentes en el lugar de origen o de residencia de los migrantes, y atracción por las condiciones más favorables del país o sociedad de destino de los mismos. Cuando la migración es económica, ella ocurre normalmente desde países con menor grado de desarrollo hacia países con mayores grados de desarrollo, donde los migrantes albergan la esperanza de acceder a mejores condiciones de vida que las que tienen en sus países de origen. La migración no es fruto del deseo sino de la necesidad. Es un mecanismo de sobrevivencia, en un mundo globalizado, en el que la atracción es también producto de una comunicación referida al país de destino que es percibido como paraíso desde una situación de infierno. Los migrantes son víctimas no victimarios. En la migración se expresa y articula un conjunto de factores intervinientes, más allá de la voluntad de los actores de la misma. Por una parte, el migrante percibe su situación en el país receptor como mejor que su condición anterior pues tiene trabajo y puede enviar remesas a su familia, entre otras cosas. Al mismo tiempo, los migrantes tienden a ser vistos como usurpadores por las sociedades receptoras, y a convertirse en una especie de “razón de todos sus males” para los nativos. Por otra parte, según no pocos analistas, uno de los efectos de la migración en el mercado laboral es generar un movimiento hacia la baja de los salarios en los sectores en que los inmigrantes incursionan al funcionar ellos como “sobre población relativa o ejército de reserva”. Esto beneficia directamente al “capital” que incrementa sus niveles de ganancia a través de la sobreexplotación de esa mano de obra y, de manera indirecta, también a los consumidores nacionales que, por la ampliación del mercado vía la baja en los precios, pueden acceder a esos bienes producidos con esa mano de obra. Al mismo tiempo, es inevitable que la migración produzca una recarga de los servicios sociales que el Estado debe proveer a su población. Los procesos migratorios son un fenómeno inevitable, incrementado y especificado por la dinámica de este mundo globalizado. Se impone entonces la necesidad de realizar esfuerzos por hacer posible una legítima gobernabilidad de estos procesos a través de la puesta en marcha de una política migratoria que concilie los derechos de las sociedades receptoras (por ejemplo, la soberanía sin la cual los derechos ciudadanos no tienen, por ahora, ninguna posibilidad de concreción histórica) y las necesidades propias de sus esfuerzos de desarrollo que tienen como objetivo inmediato a sus respectivas poblaciones, con el respeto y protección de los derechos de los migrantes. Lo anterior implica la responsabilidad de por lo menos tres actores: primero, los estados desde donde son expulsados los migrantes, que deben trabajar por contrarrestar los factores causantes de la expulsión. Segundo, los estados receptores, desarrollando políticas respetuosas de los derechos de los migrantes; y tercero, la comunidad internacional que, así como tiene que exigir respeto a los derechos fundamentales en este mundo de soberanías disminuidas, por la misma razón y para legitimar su derecho a exigir, debe cooperar seriamente en la creación de condiciones para que ellos puedan ser respetados tanto en los países expulsores como en los receptores de la migración. En ningún caso pueden los países receptores “empobrecidos” ser obligados a sustituir a la comunidad internacional. Se trata de combinar con inteligencia Solidaridad con Responsabilidad.

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