CORONAVIRUS

Haciendo espacio en el matrimonio aun durante el encierro

Ella no quería ir al Hombre en llamas (por las razones que nadie quiere hacerlo), pero después ahí estaba, bailando desnuda en el desierto, y fue una buena experiencia. (Brian Rea/The New York Times)

Ella no quería ir al Hombre en llamas (por las razones que nadie quiere hacerlo), pero después ahí estaba, bailando desnuda en el desierto, y fue una buena experiencia. (Brian Rea/The New York Times)

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Debra Jo ImmergutSanto Domingo

Era una semana antes de nuestro aniversario número 25, y yo quería separarme.

John y yo estábamos sentados debajo de una carpa mientras mujeres que llevaban pequeñas tangas, botas de plataforma y cubrepezones pasaban por donde estábamos para formarse en una fila de helado gratis; sus traseros casi nos rozaban la nariz. Él observó la escena de manera afable, como si tratara de imitar a Fred Rogers. Y aunque yo había estado llorando todo el día, tuve que sonreír.

Estábamos a la mitad de nuestro primer viaje al Hombre en llamas, la metrópolis temporal que llega al remoto desierto de Nevada cada verano (aunque no este verano, pues por el coronavirus su celebración será, como casi todo lo demás, en línea).

Participar en el evento había sido el sueño de John desde hacía mucho, pero para mí era una pesadilla. Sin embargo, ahora esa ecuación había quedado de cabeza, y este viaje se había convertido en el punto de inflexión de nuestro matrimonio, ocho días que lo salvarían o lo destruirían.

Habíamos pasado cuatro noches acampando entre remolinos de arena, música electrónica incesante y casi 70.000 asistentes, la mayoría de ellos más cerca de la edad de nuestro hijo que de la nuestra. Aún nos quedaban cuatro noches.

John llevaba más de dos décadas intentando convencerme de que fuéramos. Como reportero, había viajado al Desierto de Black Rock de Nevada, la famosa “playa”, para entrevistar al fundador del evento, Larry Harvey. John se enamoró del paisaje —una vasta llanura blanca rodeada de montañas— y quedó impresionado con Harvey, quien comenzó este “crisol de creatividad” anual cuando construyó un hombre de madera y después lo incendió, un ritual que esperaba que lo ayudara a sanar su corazón roto.

Mi esposo es un texano de cabello greñudo y amable a quien le encantan los espacios abiertos. Quedó convencido de que ver una artesanía gigantesca incendiándose en el desierto, en medio de miles de asistentes, era algo que debía hacer, y quería experimentarlo conmigo. Cuando ocurría el evento al final del verano todos los años, suspiraba y decía: “Algún día iremos”.

Cada vez, yo también suspiraba y respondía: “Claro que no”.

Para mí, una escéptica de la Costa Este con un delicado sistema digestivo, parecía un infierno de extroversión, arte “new age” y baños portátiles.

Además, nuestra vida juntos ya había sido muy aventurera. Nos habíamos enamorado cuando éramos estudiantes en medio de las milpas y los bares sórdidos de una ciudad universitaria de Iowa, nos mudamos a Washington D.C., pasamos cinco años en Europa y después fuimos a Nueva York, donde nació nuestro hijo. Hace quince años, nos mudamos de la ciudad a un pequeño pueblo en Massachusetts.

De vez en cuando, John mencionaba al Hombre en llamas y decía “¡Pero te va a gustar!”.

“¿Gente desnuda y drogada en el desierto?”, le contestaba. “A ti te gustaría. No a mí”.

Mientras crecía nuestro hijo, nos sentíamos afortunados de tener un lazo fuerte y estable. Hasta que dejó de serlo.

Después de cumplir 50 años, todo comenzó a cambiar. Me despidieron de mi antiguo trabajo como editora de una revista, y John se la pasaba mucho tiempo lejos por su trabajo como productor de documentales, por lo que vivíamos vidas más separadas, para bien y para mal.

Después, nuestro hijo, nuestro único hijo, eligió una universidad a miles de kilómetros. La menopausia llegó a mí como una tormenta eléctrica. No estoy hablando de bochornos; me sentía en llamas. La comodidad de la vida doméstica acogedora me parecía menos placentera. Tenía libertad y espacio. Pero anhelaba más. Me daba cuenta de que existían otros hombres además de mi esposo y mi hijo, y también veía que ellos me notaban. Era confuso y emocionante.

Durante un almuerzo dominical, le dije a John que necesitaba abrir una ventana. Sentía que la presión se acumulaba.

“¿Quieres tener una aventura?”, me preguntó, sombrío.

“Solo quiero algo de espacio para respirar. Un poco de libertad, para que no se venga abajo toda la relación”.

Pareció ser la conversación más difícil de nuestro matrimonio y terminó con un estancamiento. Los lineamientos de nuestro nuevo acuerdo, si es que eso era, resultaban ambiguos. Dijo que intentaría darme espacio pero necesitaba confiar en que no lo lastimaría.

“No lo haré”, le dije. “Tú también puedes tener espacio”.

Sacudió la cabeza. “No lo quiero”.

No tenía deseos de lastimar a John ni de resultar herida. Anhelaba que nuestra conexión se fortaleciera. Pero en cambio, se tambaleaba.

John se veía enojado y triste. Yo me sentía distraída, en otro lugar. Algunos días, sentía el peligro real, como si de verdad pudiera quedar varada en otro sitio. Esa parte oscura de mí quería que eso ocurriera. Pero me asustaba.

Hace dos años, cuando se acercaba nuestro aniversario número 25, lo reconocí: debía hacer algo drástico. No se trataba de organizar una cena o quedarnos en un hotel tranquilo.

“Necesitamos material nuevo”, le dije a John. “Debemos hacer algo que se salga de nuestra zona de confort”.

“El hombre en llamas”, dijo.

“Pff”, respondí.

Él compró los boletos. Yo traté de imaginar cómo sería compartir baños portátiles con miles de extraños durante ocho días.

“Querías algo incómodo”, dijo.

“Pero no tanto”.

Nos rentó una cámper con baño.

Cuando le conté a una amiga sobre el plan, dijo: “Cuando escucho hablar del Hombre en llamas solo pienso en arena en la vagina”.

Otra me contó de un amigo que había perdido a su esposa ahí. Dos días después, regresó a su campamento, le dijo que había conocido a su alma gemela en un círculo de meditación y se fue en el auto del otro tipo.

En las semanas que siguieron, no nos decidíamos, hasta el momento en que debíamos confirmar la cámper o perder nuestro enorme depósito.

John se quedaba despierto toda la noche. Esta era su idea; ¿y si provocaba nuestra separación? ¿Qué pasaría con esos círculos de meditación?

Desperté con una idea: había pedido libertad y espacio, y él había ofrecido una fiesta anárquica en un desierto interminable. ¿Por qué no le seguía la corriente? “Hagámoslo”, le dije.

“Ya iba a cancelar”. Después se encogió de hombros. “Pero ya sabes durante cuánto tiempo he querido hacer esto”.

Nos apresuramos a reunir provisiones: lámparas solares, máscaras antipolvo, lonas. También tutús y sombreros fantásticos. En Las Vegas, cargamos la cámper con 36 galones de agua, aguacates para mí y carne seca para John.

El tamaño del campamento del Hombre en llamas era mucho más vasto de lo que había imaginado. Terminamos estacionados en medio de una pequeña aldea con otros vacacionistas, incluyendo a un policía estatal de Nevada y su esposa, y dos enfermeras de veintitantos años provenientes de Alaska.

Durante el día, John y yo salíamos a andar un poco en bici bajo el sol ardiente o nos refugiábamos debajo de nuestra lona. De noche, adornábamos nuestros cuerpos con luces LED color arcoíris y pasábamos por donde había instalaciones de arte luminosas. Bailábamos y bebíamos un sinfín de cocteles gratis, rodeados de pieles desnudas o semidesnudas que bailoteaban en los toldos de los autos que se habían convertido en catedrales o naves espaciales, o hacíamos fila en los aterradores baños.

En la mañana del cuarto día (nos quedaban cuatro más), me convertí en un desastre de polvo, sudor y lágrimas. Lloré en nuestra cámper caliente, llena de dudas acerca de esta misión dudosa y decepcionante, de nuestra relación, de todo. No sabía qué me faltaba, pero no estaba ahí. Quería irme.

“Si te quieres ir, nos vamos”, dijo John, tomándome con fuerza en sus brazos.

Él necesitaba la catarsis de ver al hombre en llamas. De alguna manera lo entendí. Inhalé profundamente y sequé mi rostro sucio con su camiseta.

Esa tarde, mientras comíamos helado entre las bellas mujeres en tanga, recuperé mi energía. Más tarde, un asistente veterano del evento me dijo: “Todos lloran el cuarto día”.

Nos quedamos para ver cómo el hombre colapsaba entre las llamas, y después presenciamos el acto final, la incineración de un enorme templo de madera mientras hordas observaban la escena en medio de un silencio asombrado. John parecía flotar a través de esos momentos climáticos con una extrema felicidad. Y no se había drogado; estaba tan sobrio como un palo.

Viéndolo, me di cuenta de que yo también estaba feliz. No solo lo habíamos logrado; habíamos pasado a la siguiente etapa de nuestro matrimonio. Le había pedido que abriera una ventana (¿como una posible ruta de escape?), pero la apertura había dejado entrar el oxígeno. Nos habíamos construido un espacio más grande. Resultaba emocionante pensar en explorarlo juntos.

¿Qué tanto nos adentramos en el espíritu de esa bacanal? Solo diré que una noche, en la periferia del campamento, bailamos; éramos dos cuerpos desnudos que proyectaban largas sombras a lo largo de la llanura, como si señalaran el futuro.

Dos años después, estamos viviendo lo opuesto al Hombre en llamas, refugiados (con nuestro hijo) en nuestra vieja casa de Nueva Inglaterra mientras la pandemia arrasa en todo el mundo. Sin embargo, creo que internalizamos tanto aquel espacio abierto que ahora sabemos que necesitamos distancia psíquica en nuestro matrimonio. Y ahora la mantenemos mejor, mientras seguimos compartiendo el amor y el apoyo durante una época aterradora.

Dada la crisis actual, parece que el año que nos quemamos ocurrió en otra era, pero la lección que aprendimos se quedó en nosotros y quizá es más relevante ahora: se necesita aire fresco para alimentar una llama.