El arte, entre la decoración, el testimonio y la violencia
Hay quienes consideran que el arte es un objeto meramente decorativo. Apasionadamente, van tras los productos que satisfacen este criterio generando su demanda creciente y, en consecuencia, elevando a glorias del mercado y el prestigio a cultores que no superan la calidad de pintores y artesanos.
Otros opinan que es un lenguaje particular, una modalidad específica de discurso social que incorpora un significado de validez social y humano.
Parece un dilema, mas no lo es tanto.
En un espacio donde el axioma “para el gusto se hicieron los colores” puede generar significativas pérdidas de dinero y patrimonios.
En los intersticios de este debate incide el mercado. No el de arte sino otro: otro de artesanías, camuflado en galerías de arte. Vende objetos rutinarios como arte y a precios de arte. Hacen mercadeo de firmas con el objeto de elevar el precio a los incautos nuevos ricos, a los indolentes ante el dinero o a los “rompe ojos” movidos por esa competencia social que delata patológicas ansias de reconocimiento.
El desacuerdo cala hondo y pone cualquier teoría sobre el arte en el filo de una navaja diamantinamente amolada sobre cuyos ribetes muy pocos aportan.
El desacuerdo adquiere dimensiones mayores al poder ser verificado en la obra de autores altamente reconocidos. Diego Rivera, con sus calaveras catrinas, su México popular y su héroes martianos y republicanos, ¡vs sus flores…! También las instituciones y voces que brindan asientos, con igualdad de derechos, en el pedestal del arte a los cultores del arte y de la pintura (o artesanía) como si fuesen modos estéticos igualmente válidos.
El referente estético. Colocados contra el “Guernica”, ¿pueden los divertimentos formalistas de Picasso —por cierto, nada decorativos—, clasificados dentro del expresionismo, el cubismo y entre ambos, ser considerados arte o, en vez de ello, sólo el resultado de una teoría sobre el arte, especialmente por su claro desprecio por todo lo académico y, también, por lo que pudiese parecer “una fiesta para el ojo”, según la socorrida frase impresionista?
¡Verismo, academia y “una fiesta para el ojo” frente al llanto y la desolación trágicos, efectos de las guerras!
Ciertamente, está, entre las funciones del arte, agradar. Aunque se sabe que el agradar en extremo es rol de las artesanías y de los “artistas” complacientes.
Con pocas excepciones, entre las que contamos a Gustav Klimt y a Chagall —en quienes lo sublime y lo trágico adquiría denotativa fortaleza— del “enseñar agrandando” instituido por la poética aristotélica, el arte pasó, en el lapso de 1890 a 1937, a “enseñar, disintiendo”, “enseñar, testimoniando”, “enseñar, protestando” y “enseñar, agrediendo”.
¿Ante qué se disentía y protestaba? ¿Qué se testimoniaba o se agredía?
El convencionalismo académico; la esclavitud de artista ante los objetos (mímesis); las tradiciones, más que aristotélica, clásicas, neoclásicas y barrocas; la injusticia social; el sufrimiento de los pobres y el entorno vital de los artistas.
El artista del periodo empezó a percibirse y a percibir su entorno bajo una triada ética, social y estética nacida del rechazo crítico de lo representativo de la inmoral vacuidad de la opulencia.
La evidencia histórica. ¿Cómo es posible, entonces, que haya un arte y, más aún, precisamente el más cotizado mundialmente, que discurre en la más firme oposición a ese modo de relación arte-público basada en la satisfacción sensualista y en la mímesis de lo existente?
Las opciones en que desemboca tal dilema hicieron presencia sensiblemente evidente desde el surgimiento del impresionismo. La tradicional “belleza” fue acuchillada, para dar paso a una expresión libre y temperamental, propia y significativa. El proceso se corrobora, ganando fuerza, desde el post impresionismo y continúa ganando terreno con las formulaciones plásticas ocurridas entre 1910 y 1960. En tal lapso, el arte renunció a considerar válidos el boato, lo relamido, el verismo, lo mitológico y lo cursi.
En el primer momento del impresionismo están: Edward Manet, Claude Monet y Paul Cezanne, los teóricos no veristas, no académicos. En su mismo grupo, aunque con un pie en lo decorativo: Pierre-Auguste Renoir y los cultores del “passatismo” académico y el placer ante el paisaje que, desprovisto de misterio y penumbras, reconstruyeron aquellos integrantes de la Escuela de Barbizon y que los impresionistas asumieron desde la perspectiva de la óptica.
El paisaje y la naturaleza están acreditados, es sabido, como fuentes de la emoción estética. Causan en los humanos el acogedor sentimiento de pertenencia y destino. Sobre estos, la estética griega valoró el drama y la tragedia —lo heroico— y, también, la comedia.
En menos de un siglo, el concepto del arte había cambiado dramática y definitivamente, arrasando con postulados con 25 siglos de vigencia.
De modo que, en tanto receptáculo de lo bello, el arte tiende a incorporar una función decorativa y, por el influjo deformador del mercado del arte y de la preeminencia social, ostensiva. Sin embargo, la historia del arte y el arte actual ilustran sobradamente que lo meramente decorativo y ostensivo está lejos de ser arte.
Las obras de Claude Monet, con sus colores casi puros y sus formas y límites licuados o difuminados, constituían algo feo y hórrido a los ojos de la estética académica predominante en su época.
El triunfo del nuevo arte Para que esas obras, nacidas de un nuevo concepto y nuevas sensibilidades, especialmente las de todo el período expresionista y cubista de Picasso, deviniesen en bellas o admirables como la valoramos hoy, un intenso proceso de acondicionamiento a esas formas de expresión fue llevado a cabo por las más importantes instituciones y especialistas culturales del mundo, a través de la educación, el reconocimiento y la difusión.
Es un tema álgido. Adquiere relevante actualidad cuando el Museo Metropolitano de Nueva York colocará, en su reapertura del 21 de octubre próximo y junto a Picasso, una obra arte que testimonia la cotidianidad de la violencia, premiándola por encima de las demás obras de una serie realizada por su autora.
Se trata de “American People Series #20. Die” (1967), díptico, 77 x 144 pulgadas, óleo sobre tela, de la artista, activista y escritora afroamericana Faith Ringgold (NY, USA, 1930- ).
El suyo es un estilo directo, inmerso totalmente en el pop y el esquematismo figurativo próximo al “comic” y la organicidad. En tal lenguaje, la artista testimonia y/o celebra en 20 piezas una cotidianidad nacional dominada por temas como los derechos civiles, el sentimiento nacional, la inocencia, la diversión, la herencia o los orígenes, entre otros.
Esta diversidad de temas y entornos simbólicos y socio-naturales que la mirada de la artista trae a su campo de enfoque, constituye la mejor respuesta a la heterogeneidad y riqueza temática, espacial y emotiva que constituyen el universo de lo estético y caracterizan sus productos.
Es una gran respuesta en torno a lo que es arte. A la relación del arte con lo decorativo.
Tal selección también advierte al público amante y consumidor de arte. Lo educa. Señalándole lo que es, en este campo, finalmente valioso. Y lo que no.
Un axioma al respecto que podría expresarse en los términos siguientes: en tanto más decorativa, verista y complaciente sea una pintura, una escultura, un dibujo, etc., mayor es el riesgo de que disminuya sus vínculos con el arte.
Paul Cezanne. “Los jugadores de cartas” (1894-1895, quinta versión de la serie iniciada en 1890), óleo sobre lienzo. 47.5 cm × 57 cm.