SIN PAÑOS TIBIOS
Sin ganas de volver
¿Salir para qué? Siempre me hago la misma pregunta cuando regreso; cuando regreso a la ciudad luego de haber salido con la intención (supuesta) de descansar. ¿Huir?, ¿huir para qué?, si el domingo uno volverá más cansado de lo que estaba antes de salir.
El ocio debería ser un derecho, porque es una necesidad. Un derecho que en cierta forma todo el mundo ejerce en función de sus posibilidades laborales y económicas, pero también de su nivel social; porque cada quien disfruta como puede y proporcionalmente se obtiene la misma gratificación en función de la experiencia individual que cada realidad permite vivir.
Porque encuentra la felicidad quien comparte con sus amigos en Muchas Aguas, haciendo un locrio a orillas del Nizao sobre tres piedras, que el que se tira al mar en Palmilla desde su lancha privada; y ambos mientras lo hacen piensan en las preocupaciones que para ellos son importantes.
Y más que una apología a la desigualdad estructural de esta sociedad en donde unos pocos pueden disfrutar de un nivel desenfrenado de lujo y los otros –la mayoría– se las apañarán como puedan –ya sea en un río o una playa cercana–, lo que nos iguala es la inutilidad de querer escapar de la ciudad; desconectarnos, recargar energías y regresar renovados a enfrentar los problemas cotidianos; porque esta ciudad es invivible y aunque el derecho a escapar de ella debería ser un derecho fundamental, ¿de qué sirve ejercerlo si no cumple su fin social?
No hay descanso posible si regresar a la ciudad se convierte en una pesadilla. Intentar escapar es encontrarse con el absurdo de horas que se pierden en la nada, la constancia frustrante de que el orden social se ha roto, que la autoridad no tiene autoridad, que cada quien hace lo que quiera en carreteras que cada día se deterioran, cuando no es que duran meses y meses en intervenciones sin avisos o advertencias, hoyos por doquier, ausencia de iluminación, conductores temerarios, etc.
No hay descanso posible. No hay paz y tranquilidad si al regreso se tiene la sensación de que todo lo que se ganó en el viaje se perdió en el camino. Así, no importa a dónde marchemos, con quién salgamos, ni lo que hicimos mientras estuvimos fuera, pues toda la relajación lograda se desvanecerá en un regreso tortuoso y peligroso que cambia gozo por ansiedad, y placer por angustia.
Sin embargo, no hay de otra. Hay que huir, aunque sea por poco tiempo. Salir de la ciudad a donde sea para poder olvidarla aunque sea un momento; para no recordar su voz, sus ojos, su pelo, su sonrisa; ir a donde el viento nos lleve; al lugar a donde fuimos una vez felices; y estar ahí el tiempo suficiente para sentirnos libres; para buscar el centro, para encontrar fuerzas, para empezar de nuevo.