La democracia no puede ni debe naufragar

Teóricamente, los partidos representan las principales palancas de la democracia.

Son ellos, con sus candidatos y dirigentes, los que están llamados a garantizar una representación equilibrada en los poderes del Estado.

Por supuesto, siempre que esa representatividad sea el fruto de la voluntad popular, que es la que la legitima.

Cuando se produce un fenómeno contrario, es decir, que el poder se concentra y se polariza en una sola fuerza, la democracia corre el riesgo de perder sus funciones y objetivos.

Si los partidos pierden de vista esta crucial responsabilidad y se desvinculan de las necesidades de la sociedad, su fortaleza y su rol también se degradarán.

Y, en tal condición, no podrían ser ni palancas ni soportes del sistema democrático.

Porque la democracia, esencialmente, descansa en la capacidad de esos partidos para asegurar elecciones libres y transparentes, alternabilidad sin contratiempos, y el más óptimo clima para la gobernanza.

Lo que estamos viendo en el país es una progresiva fragmentación del sistema de partidos y una inquietante desconexión con las necesidades del país.

Un fenómeno como este provoca que la sociedad se vaya quedando sin una robusta fuente de representación efectiva.

Porque son ellos los que tienen el poder que les otorga la voluntad popular para hacer funcionar los mecanismos básicos de la democracia.

De ahí que la reciente experiencia electoral puede ser una fuente de aprendizaje y alerta de que la nave de la democracia puede naufragar si los partidos, además de perder fuerza, pierden la confianza de los ciudadanos.