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editorial

Una bomba sanitaria

La existencia de 6,211 presos con serias enfermedades, viviendo en un estado de hacinamiento y precarias atenciones médicas, constituye una bomba sanitaria de alta potencia.

Pero ni el ministerio público ni la Suprema Corte de Justicia, que están perfectamente conscientes de esta realidad, han movido las teclas necesarias para desactivarla.

De estos enfermos, más de 2,500 son portadores de patologías contagiosas, como la tuberculosis, el VIH-SIDA, la sífilis y otras de trasmisión sexual, lo cual de hecho configura una real amenaza a la salud del resto de los privados de libertad.

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Pese a que este cuadro inhumano prevalece en medio de una increíble indiferencia e insensibilidad de las autoridades, ninguna acción de urgencia ha sido dispuesta para contener esta amenaza sanitaria.

La realidad es tan patética que la propia Oficina Nacional de la Defensa Pública ha revelado que “la mayoría de los privados de libertad con problemas graves está muriendo en las cárceles”.

Y, como factor agravante, más allá del hacinamiento, agrega la denuncia de que en esos centros carcelarios se aplican “tratos crueles, inhumanos y degradantes”, sin que estos abusos a los derechos de los detenidos tengan consecuencias.

En tal contexto, resulta inquietante la denuncia del coordinador de la Pastoral Penitenciaria de la Iglesia católica, Fray Arístides Jiménez Richardson, sobre los planes de mudar a La Victoria a 70 adultos mayores que hoy cumplen sus penas en el centro de reclusión de Boca Chica.

Hacer esto es condenar a personas vulnerables, mayores de 65 años, a exponerse a una crisis de salud o a morir, como ha ocurrido, ineluctablemente con otros muchos.

Mientras las autoridades sigan escurriendo el bulto y dándole largas a un asunto para el cual hay soluciones legales y constitucionales, el reloj de la bomba sanitaria del sistema penitenciario sigue moviendo sus manecillas, ominosamente.