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Peña Gómez y yo, en el escondite

Su vida estaba en juego, y esta vez parecía más verosímil que pudiera perderla.

El gobierno del presidente Joaquín Balaguer había montado una intensa operación para capturarlo junto al líder de su partido, Juan Bosch.

Los acusaban de ser los jefes políticos de la insurrección guerrillera del coronel Francisco Caamaño Deñó, en febrero de 1973, hace ya 50 años.

Ambos tuvieron que entrar apresuradamente en la clandestinidad, mientras el gobierno imponía un estado de emergencia, con tropas y tanques en las calles, para localizarlos.

En medio de ese estado de cosas, era difícil, para la prensa, lograr contacto con ellos.

La única vía que tenía Bosch para contrarrestar la persecución era la de unos manuscritos que me hacía llegar a la redacción del Listin Diario con un emisario.

Pero Peña Gómez permanecía mudo y, en lugar de manuscritos, aceptó hablar personalmente conmigo en el escondite menos imaginado por las fuerzas de seguridad que lo buscaban como perros sabuesos.

Llegué hasta él porque una respetable pareja de la sociedad, amiga mía, que lo escondía en su residencia, me invitó a tomar un café, sin tener una idea de que era el pretexto para que nos encontráramos y lo entrevistara.

Tan pronto entré a la mansión, el doctor Caonabo Fernández Naranjo y su esposa, doña Nilda Socías de Fernández, me dijeron en voz baja: ven, sube con nosotros, para mostrarte algo.

Entramos al ático de su residencia, situada a pocos metros de la de Balaguer y el cuartel de la seguridad presidencial, y allí estaba nada más y nada menos que uno de los hombres más perseguidos por el gobierno en ese momento.

Nos saludamos efusivamente y Peña Gómez comenzó a exponerme los argumentos de su defensa para rechazar cualquier implicación con el desembarco de Caamaño.

No le favorecía el hecho de que veinte días antes del desembarco anunciara que “las ametralladoras volverán a sonar en las calles de la capital como en 1965”, en alusión al año de la revolución constitucionalista de abril, porque esta expresión, a los ojos del gobierno, era la prueba de su conexión con la conspiración.

Esa no fue la única entrevista que me concedió durante su prolongada clandestinidad.

Gracias a una logística acordada con la familia Fernández-Socías, volví otras veces a tomar sus declaraciones, siendo el único reportero al que se le permitió acceso directo en tan delicadas circunstancias.

Nunca reflejé en mis notas que se trataba de una entrevista frente a frente, sino de una declaración remitida al diario, tal como lo hizo frecuentemente conmigo el profesor Juan Bosch, para no arriesgar su vida, más de lo que estaba.

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