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Anuchka, de Iván Turguéniev

Iván Turguéniev (1818-1883) es uno de los grandes escritores rusos del siglo XIX. Sin duda Tolstói y Dostoyevski son los dos narradores rusos más notables de esa época. Y el prestigio de Chéjov crece y crece. Pero, a pesar de alguna momentánea opacidad de su prestigio, el nombre de Turguéniev se mantiene actualmente. Y con razón. Lo digo de otro modo: si usted tropieza con algún libro suyo, sepa que va a la fija. Que el tipo fue, y es, un gran escritor. Y que este breve volumen, Anuchka, lo vuelve a demostrar.

En Anuchka la voz narradora es la de un joven ruso que pasea por Europa: “para mí sólo tenía interés la vida de los hombres, sintiendo, en cambio, una profunda aversión por los monumentos notables, las colecciones célebres y los ‘cicerones’; la ‘galería verde’ (colección de piedras preciosas, perla, esmaltes, etc.) de Dresde casi me produjo un acceso de furor. En cuanto al espectáculo de la Naturaleza, me causaba vivísima impresión, pero por nada del mundo me dirigía a eso que vulgarmente se llama sus bellezas: las montañas, los roquedales, las cascadas, que llenan de asombro; no quería que la Naturaleza se impusiera a mi admiración y conmoviese mi alma. Por el contrario, no podía vivir sin mis semejantes; su conversación, su risa, sus movimientos, eran para mí artículos de primera necesidad. Me sentía admirablemente en el seno de la muchedumbre, me dejaba llevar con alegría por el ir y venir de los hombres, gritando con ellos y observándolos con atención cuando a tales trasportes se entregaban. Sí, la observación de los hombres constituía mi dicha, aunque no era observación, sino contemplación más bien, llena de ansiosa y deleitable curiosidad”.

Sin embargo, de entre ese contacto humano, nuestro narrador evita encontrarse con sus compatriotas. Pero estando en un pequeño pueblo alemán, en donde se instala por un tiempo, conoce a dos chicos, Gaguin y Anuchka, que dicen que son hermanos –él lo duda– y de quienes se hace amigo. En particular, Anuchka “me pareció encantadora al primer golpe de vista. Una particularísima expresión, picante y agraciada a la vez, se descubría en el óvalo de su rostro, vagamente moreno, de pequeña y fina nariz, de mofletudas mejillas, como las de un niño, y de negros y transparentes ojos”.

Por su parte, Gaguin “se quería consagrar a la pintura (…). Gaguin me presentó todos sus apuntes; palpitaba en ellos un exceso de vida y realidad con más un no sé qué de atrevimiento y grandeza; pero todos estaban sin concluir y el dibujo me pareció incorrecto y descuidado”. Gaguin admite la crítica y se justifica diciendo que “he trabajado muy poco; nuestra maldita indolencia eslava triunfa siempre. Mientras la obra es sólo un proyecto, se vuela como un águila por los aires y se siente uno con fuerzas para trasmutar el mundo, pero en el instante de la ejecución aparecen los desfallecimientos, y después… la fatiga”. Al respecto, el narrador comenta: “muy pronto me di cuenta de su carácter; era un hermoso y buen corazón ruso, recto, honrado y sencillo; mas, desgraciadamente, desprovisto de entusiasmo y de energía. Su juventud no fulguraba con flameante fuego; era su luz pálida y apacible”.

Estos son los personajes. El narrador cree que se enamora de ella. Anuchka, por su parte, llega a sentir lo mismo o algo parecido, pero…

Pero aquí me detengo, con la esperanza de haber picado la curiosidad del lector gozoso y con la idea de que, si encuentra algo de Turguéniev, también se detenga, pero para leerlo.

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