fIGURA
Bobby Fischer, el genio irrepetible
- La vida del estadounidense –reconocido por muchos expertos como el mejor ajedrecista de la historia–, se caracterizó por sus múltiples excentricidades, incontables polémicas y personalidad indescifrable.
Un tablero de ajedrez es un complejo laberinto que, a lo largo de la historia, alumbró mentes absolutamente extraordinarias, capaces de procesar cientos de combinaciones en pocos segundos bajo una inmensa presión. Pero, cuando el intelecto es forzado al límite, en muchos casos también se cruzó la delgada línea que divide la razón de la obsesión, y la cordura de la locura.
Bobby Fischer es un acabado ejemplo: el considerado –por muchos– mejor ajedrecista de todos los tiempos, jamás pudo conjugar su increíble talento con sus excentricidades, polémicas, contradicciones y miserias. Pasó de héroe nacional a enemigo público, y murió en el exilio envuelto por un halo de paranoia y rencor.
Su controversial ascendencia
Robert James Fischer nació en el Hospital Michael Reese de Chicago, Illinois, el 9 de marzo de 1943. Su madre, Regina Wender –hija de judíos polacos–,nació en Suiza, aunque su familia emigró después a los Estados Unidos, ciudadanía que adoptó.
Muy inteligente, había estudiado Medicina en la Unión Soviética y, además del inglés, hablaba fluidamente el ruso, alemán, francés, español y portugués. En 1933, mientras vivía en Europa, se casó con el físico alemán Hans-Gerhardt Liebscher (que, por el antisemitismo que imperaba en la época, cambió su apellido por el de Fischer) con quien, en 1937, tuvo una hija, Joan.
Regina volvió a los Estados Unidos y, cuando nació su segundo hijo, ya no vivía con Fischer, con quien se divorciaría recién en 1945; así, durante muchos años se le atribuyó a este la paternidad de Bobby.
Pero, en realidad, Regina se había relacionado con otro físico, el húngaro Paul Neményi, un simpatizante comunista y poseedor de una prodigiosa inteligencia.
Siendo un adolescente, Neményi había ganado en su país la medalla nacional de Matemáticas y, especialmente, se destacaba en las pruebas de medición de razonamiento espacial, una de las cualidades básicas para un buen jugador de ajedrez.
En 1943, cuando el futuro rey de los trebejos vino al mundo, Neményi –también especialista en física nuclear, y que participaría en la fabricación de la bomba atómica– era la pareja de Regina. Así lo testimonian varios documentos del FBI, ya que la policía vigilaba a la mujer por su filocomunismo e, incluso, se llegó a sospechar que era una espía rusa.
Por eso, la verdadera ascendencia de Bobby es controversial. Anotado con el apellido Fischer, su silencio sobre este tema siempre fue sepulcral y, recién en su adultez, se refirió a su progenitor: "Nunca lo vi. Mi madre me dijo que se llamaba Gerhardt y que era alemán. Creo que los niños que crecen sin un padre se vuelven locos", afirmó premonitoriamente.
Su obsesión por el ajedrez
En 1949, Regina se mudó con sus hijos a Manhattan y, al año siguiente, a Brooklyn, Nueva York. La infancia de Bobby no fue nada fácil, y creció entre privaciones, ya que los ingresos de su madre apenas cubrían las necesidades de los tres.
Cuando tenía 6 años, su hermana le regaló un pequeño tablero de ajedrez. El juego venía acompañado de un folleto que explicaba las reglas básicas del mismo y, a partir de ahí, lo que era un pasatiempo para Joan, fue una verdadera obsesión para Bobby.
La fijación del pequeño por este juego adquirió proporciones casi patológicas y, su madre, hasta llegó a consultar a un psiquiatra que, lisa y llanamente, le manifestó que “el ajedrez no es la peor cosa con la que un niño puede obsesionarse”.
Cuando tenía 8 años y, al ver que no había manera de alejar a su hijo del ajedrez, su madre intentó encontrar algún otro niño de su misma edad que compartiese aquella intensa fijación para que, al menos, Bobby no jugara siempre solo.
El 14 de noviembre de 1950, envió una nota al diario Brooklyn Eagle, que rechazó su anuncio porque nadie sabía cómo clasificarlo pero, poco después, supo que el Maestro Max Pavey –un ex campeón escocés–, haría partidas simultáneas el 17 de enero de 1951.
Regina anotó a su hijo y, como era de esperar, Bobby perdió a las pocas jugadas. Lloró con amargura por la rápida y fulminante derrota pero, entre los asistentes, se encontraba Carmine Nigro, presidente del Brooklyn Chess Club quien, tras invitarlo a sumarse a la entidad, poco después se convirtió en su primer entrenador.
El joven prodigio
El talento de Fischer explotó en 1956 y, por primera vez, su nombre no solo apareció en las revistas especializadas sobre ajedrez de los Estados Unidos, sino del mundo entero.
En marzo, el Log Cabin Chess Club de West Orange, Nueva Jersey, llevó a Fischer de gira a Cuba, donde disputó 12 partidas en el Capablanca Chess Club de La Habana, de las que ganó diez y empató dos. En julio siguiente y, con solo 13 años, se convirtió en el campeón Junior más joven hasta entonces y, también, obtuvo muy buenos resultados en los Open de su país y de Canadá.
También participó en Nueva York de la III edición del Trofeo Lessing J. Rosenwald, destinado a los 12 mejores jugadores de los Estados Unidos. Con solo 13 años ganó el premio a la Brillantez por su juego disputado el 17 de octubre contra el Maestro Internacional Donald Byrne, en el que Fischer, tras sacrificar a su reina, inició una serie de jaques consecutivos para vencer a su encumbrado rival.
Hans Kmoch, analista de un periódico neoyorquino, tituló su crónica como La partida del siglo, nombre con la que se la conoce hasta hoy, no solo por el increíble nivel sino por el hecho de que el autor de semejante jugada no hubiese sido un Gran Maestro, sino un adolescente de apenas 13 años. Tiempo después, Bobby diría con modestia: “Simplemente hice los movimientos que pensé que eran los mejores. Tuve suerte”.
Al leer y analizar la Inmortal de Fischer, como también se recuerda a esta victoria, el Gran Maestro soviético Yuri Averbach fue muy claro: “Cuando vi la partida, supe que aquel Fischer tenía un talento verdaderamente diabólico”.
El campeón estadounidense más joven
En mayo de 1957 ya tenía el rango de Maestro, el más joven en obtener tal distinción hasta entonces. Además, conquistó el US Open, su primera corona en un torneo para adultos. Por eso y, basándose en la calificación de Fischer y sus brillantes resultados, la Federación de Ajedrez estadounidense lo invitó a jugar en el US Chess Championship de 1957/1958, que consagraría al campeón del país.
El certamen contó con la participación del polaco-estadounidense Samuel Reshevsky, que había logrado cuatro títulos hasta ese entonces; el defensor de la corona, Arthur Bisguier, y William Lombardy quien, en agosto de ese mismo año, había ganado el Mundial Juvenil.
Fischer anotó ocho victorias y cinco empates y se convirtió en el campeón de Estados Unidos más joven de la historia. Ya era, oficialmente, el mejor ajedrecista del país. No solo eso: la victoria le valió a Bobby el título de Maestro Internacional.
Asimismo, de clasificó para participar en el Interzonal de Portoro, Yugoslavia (actual Eslovenia) de 1958, el más alto certamen ajedrecístico del mundo. Y solo tenía 14 años.
Su visita a la Unión Soviética
Bobby no tenía dinero para afrontar el viaje pero, a través del programa televisivo I’ve got a secret (Tengo un secreto), él y su hermana, Joan, recibieron los pasajes para volar a la Unión Soviética primero y, luego, al Interzonal.
Aunque años después Fischer representaría al bando occidental en la Guerra Fría, en sus inicios su figura siempre fue vista con simpatías en la ex URSS. Donde el ajedrez era tan popular y los campeones eran grandes ídolos, un prodigio como Bobby despertaba curiosidad e interés.
En el Club de Ajedrez de Moscú, disputó partidas rápidas de la mañana a la noche contra jóvenes promesas rusas, a las que arrasó. Era tal su superioridad que, aunque se trataba de partidas amistosas, los soviéticos convocaron a Tigran Petrosian, de 29 años –y futuro campeón mundial— para que pusiera en su lugar al quinceañero que estaba humillando a las nuevas generaciones del país.
Luego, se dirigió a Yugoslavia para disputar el Interzonal de Portoro. Excepto la ausencia del monarca vigente, Vasili Smyslov, y su máximo rival, el tricampeón Mikhail Botvinnik, se mediría con lo mejor de lo mejor del mundo.
Y, ante el asombro de todos, finalizó 5°, se clasificó para el Torneo de Candidatos –que se celebraba cada tres años para elegir al aspirante a campeón mundial, y al que solo accedían los ocho mejores del ranking–, se convirtió en uno de los diez mejores jugadores del planeta y, con 15 años, seis meses y un día, obtuvo el título de Gran Maestro, el más joven de la historia hasta entonces (el actual récord está en poder del ucraniano-ruso Serguéi Karjakin, con 12 años y siete meses).
Cuando abandonó sus estudios
La condición económica de su familia seguía siendo muy precaria pero, diversas gestiones del mundillo ajedrecístico de Nueva York, le permitieron asistir al Erasmus Hall High School, una importante escuela privada de la ciudad. Para decidir la posible admisión de Fischer, la dirección de la institución dispuso realizar distintas pruebas que determinarían su coeficiente intelectual.
Su inteligencia era extraordinaria: según el colegio Erasmus Hall, poseía un coeficiente intelectual de 187, cuando los valores superiores a 130 ya se consideran propios de superdotados. O sea, ¡su CI era mayor que el de Albert Einstein! Obviamente, lo admitieron como alumno con una beca que le eximía de pagar la elevada matrícula.
“En el colegio, Bobby estaba siempre callado, poco interesado en las clases. De vez en cuando, sacaba su pequeño tablero de bolsillo y se ponía a jugar. Invariablemente, era descubierto por el profesor, que le decía: «Fischer, no puedo obligarte a escuchar la lección ni puedo impedir que jugués al ajedrez, pero hacelo por mí, por favor, dejá el tablero». Bobby, cortésmente, dejaba el tablero a un lado y se quedaba sentado, en un pétreo silencio. Y todos sabíamos, incluido el profesor, que seguía jugando al ajedrez en su cabeza”, recordarían sus compañeros de la secundaria.
Jamás fue un alumno destacado –por el contrario, sus notas eran malas– y, a los 16 años, la edad legal hasta la que estaba obligado a asistir a clases, las abandonó. La única formación que le interesaba era la relacionada con el ajedrez, y llegó a decir que “el colegio es inservible, allí no te enseñan nada”.
Pero, en su casa, pasaba horas estudiando teoría ajedrecística. Es más: hasta aprendió ruso para poder estudiar con los mejores libros sobre ajedrez de la época, que eran los soviéticos.
Un carácter difícil e imprevisible
El más grande niño prodigio de los 50 y los 60 se destacó por su imprevisible carácter mucho antes de convertirse en campeón mundial. No había cumplido 20 años y ya había enfrentado al establishment ajedrecístico, a los organizadores de torneos, a los soviéticos, y hasta su propia madre, que se opuso a que abandonara la escuela.
Hasta la edición de 1966/1967, Bobby conquistó ¡ocho! US Chess Championships, con un récord de 61 victorias, 26 empates y solo tres derrotas. Revistas como Sports Illustrated y Time se volcaron hacia el joven prodigio, deshaciéndose en elogios y contribuyendo a agrandar el aura de la nueva superestrella estadounidense.
Pero, a lo largo de la década, Fischer se alejó de la alta competencia. Disputaba dos o tres torneos al año e, incluso dejó pasar algunas valiosas oportunidades para ir por la corona mundial. Nadie entendía al imprevisible Bobby quien, muchas veces, dejó plantadas a distintas personalidades que lo invitaban a jugar.
Asimismo, no solo competía contra los demás ajedrecistas, sino que también discutía una y mil veces con los organizadores de los torneos, con los periodistas, y con cualquiera que le llevara la contra.
Toda su vida fue él contra todos: nunca toleró que nadie le dijera lo que tenía que hacer y, cuando estuvo convencido de su idea, no cedió ante nada, y resignó dinero y títulos.
Con una férrea determinación y un duro individualismo, siempre estuvo dispuesto a seguir su propio camino sin importarle lo que pudieran aconsejarle los demás. Sus ideas eran sus ideas y nadie podía cambiarlas.
Igual, esta actitud beligerante y su fuerte personalidad ayudarían a construir un aura única en torno al joven genio. Por caso, en el Torneo de Candidatos de 1962, celebrado en Curaçao, acusó a los rusos de amañar el camino hacia el campeonato mundial, que forzó a la Federación Internacional de Ajedrez (FIDE) a cambiar el formato del certamen.
En 1964 no participó en absolutamente en ningún torneo y, en 1967, en el Interzonal de Sousse, Túnez, volvió a dar la nota. El Bobby ateo de antaño ahora profesaba la fe de los adventistas del Séptimo Día, y exigió no tener que jugar entre la puesta del sol del viernes y la del sábado, cumpliendo con el precepto bíblico del descanso sabático.
Pidió un día más de descanso, a lo que los organizadores –lógicamente– se negaron. Dos veces perdió partidas por no presentarse (ante el soviético Alvars Gipslisy el checoslovaco Vlastimil Hort) y, otras tantas, lo fueron a buscar al aeropuerto para que regresara a jugar. En su tercera derrota por ausencia (frente al danés Bent Larsen), se fue definitivamente del país.
El New York Times resumió su inentendible actitud con un muy expresivo titular: “¿Qué le pasa a Fischer?” Y Bobby respondió otra vez a su modo: no volvió a jugar en todo 1967 y, ni siquiera, se presentó en el US Chess Championship de ese año.
Era un claro despropósito ya que, cuanto más mejoraba su juego y más preparado parecía para poder ir por la corona mundial, más obstáculos ponía en su propio camino. Pero, absolutamente fenomenal como era, resurgiría con toda su magia.
El camino al título
Fischer se alzó con el Interzonal de Palma de Mallorca, España, disputado entre noviembre y diciembre de 1970, con siete victorias consecutivas. En el Torneo de Candidatos del año siguiente, aplastó al soviético Mark Taimanov en Vancouver, Canadá y, en Denver, Estados Unidos, al danés Larsen, por sendos 6-0. Más aún: en Buenos Aires, al ex campeón mundial Tigran Petrosian, por 6,5-2,5.
Estos brillantes resultados lo depositaron en la tapa de la revista Life, y se convirtió en el retador del campeón del mundo, el soviético Boris Spassky, a quien nunca había vencido: sumaba tres derrotas y dos empates ante el oriundo de Leningrado (actual San Petersburgo).
El nuevo rey del ajedrez mundial
El duelo Spassky-Fischer paralizó al planeta. En plena Guerra Fría, la disputa por la corona fue otra partida que soviéticos y estadounidenses disputaron por la supremacía del comunismo o el capitalismo en el mundo.
No hubo misiles nucleares en el medio –como en la crisis de Cuba de 1962– pero, cada jugador, representaba a un estilo de vida que dos imperios dirimían en todos los órdenes. El denominado Match del Siglo fue una de las batallas más simbólicas de la disputa obsesiva que marcó la segunda mitad del Siglo XX.
Reikiavik, la capital de Islandia, fue el escenario del choque, que se disputó al mejor de 24 partidas. Los jugadores podían sumar puntos solo mediante el triunfo (1) y el empate (0.5). El primero en llegar a los 12,5 sería el ganador; además, el campeón defensor tenía ventaja deportiva ya que, en caso de empate en 12, conservaría su cetro.
Cuando todo estaba listo, Fischer exigió una mejora en la bolsa de 125.000 dólares –unos 600.000 euros actuales, a repartir entre ambos contendientes, que era una cifra muy importante para la época, y más para el ajedrez– que ofrecían los organizadores. Pero todo se solucionó con el aporte del magnate británico James Slater, que dobló el premio.
Bobby comenzó a jugar mucho antes de mover la primera pieza: con una catarata de reclamos incomodó psicológicamente a su oponente porque, a cada pedido de Fischer al que accedían los organizadores, el estadounidense incrementaba su confianza.
Bobby exigió –y obtuvo– cambios en la iluminación, protestó por la calidad de las piezas, les recriminó a los organizadores la disposición del público y de las cámaras de televisión, mostró su disgusto por lo pequeña que era la sala del pabellón Laugardalshöll…
El 11 de julio, a las 17, comenzó el Match del Siglo y, al término de la primera partida, el soviético lideraba 1-0. Al día siguiente y, tras discutir por la ubicación de las cámaras de TV que, según él, “estorbaban” sus pensamientos, Fischer no se presentó, y perdió también la segunda partida. Con un cascarrabias y caprichoso como el estadounidense, muchos especularon con que el match duraría muy poco más.
Hasta el mismísimo Henry Kissinger, por entonces consejero de Seguridad Nacional del presidente Richard Nixon, harto de los continuos desplantes y excentricidades de Bobby, habló con él: “Estados Unidos quiere que vayas y derrotes a los rusos. Eres nuestro hombre contra los rojos”, le dijo sin vueltas.
Spassky, en ventaja 2-0, aceptó cambiar de sala para que Bobby no abandonara el duelo. Esto fue un gran estímulo para el retador, que comenzó a revertir el marcador. Ganó la tercera partida y, a partir de ese 2-1, se convirtió en el dueño absoluto de la batalla psicológica.
Cuando debía reanudarse el último juego, Spassky, resignado e impotente por haber caído en la trampa y permitido dejar crecer a la bestia, abandonó la serie ¡por teléfono! Tras 21 partidas y, con un marcador de 12,5-8,5, a partir del 1 de septiembre de 1972 la corona tenía un nuevo dueño. El undécimo (y primer estadunidense y, a la fecha, único) de la historia.
Al soviético le costó recibir múltiples reproches del Kremlin, mientras que Fischer fue agasajado por Nixon. Su conquista fue interpretada como una victoria política, y una hazaña que traspasaría la frontera del deporte por su simbolismo: Bobby le había hecho morder el polvo a la URSS –donde el ajedrez era un deporte nacional– y, de yapa, se convirtió en el primer campeón no soviético desde 1948.
El inentendible adiós
Es realmente incomprensible que, el momento cúlmine de la carrera de Bobby Fischer al conquistar el campeonato mundial significara también su abrupto final, ya que nunca más quiso volver a disputar ni un solo certamen oficial. Y tenía solo 29 años.
Quizás, la única explicación lógica para esta decisión haya sido un infinito temor a ser derrotado –su ego tenía proporciones gigantescas– lo cual se suma a los diversos indicios de obsesión y desequilibrio mental que hasta entonces había presentado.
En 1975 y, cumplido el siguiente ciclo de clasificación, el campeón debería defender su título ante el nuevo retador, el joven soviético Anatoli Kárpov, de 24 años. Pero Bobby le exigió a su contrincante que disputaran la corona con un sistema de puntos que la FIDE consideró “inaceptable”, por lo que desposeyó del título a Fischer y proclamó como nuevo campeón mundial a Kárpov, uno de los más formidables jugadores de la historia, que ganó casi 160 torneos de primer nivel.
El marcado declive
En 1981, Bobby fuedetenido por error en Pasadena, California, por su parecido físico con un ladrón, y por su resistencia a la autoridad. El mito seguía vigente pero, en su interior, persistía el germen de la autodestrucción. Fischer se encerró en sí mismo y tardó dos décadas en romper su aislamiento, ya que en 1992 –a los 49 años– volvió para a jugar un duelo de revancha contra Boris Spassky, por entonces de 55, y nacionalizado francés desde 1984.
Sin título alguno en juego, y con poco interés de la comunidad ajedrecística internacional, se enfrentaron en la ciudad costera de Sveti Stefan, sobre el Adriático, en la actual Montenegro que, por entonces, integraba Yugoslavia.
La bolsa ascendió a 5.000.000 de dólares y, el ganador (el que primero se impusiera en diez partidas), se quedaría con 3,6millones. El promotor del duelo fue Jezdimir Vasiljevi, presidente del Jugoskandik Savings Bank que, años después, sería condenado por malversación de fondos.
Las Naciones Unidas habían impuesto sanciones contra Yugoslavia –Sveti Stefan se encontraba a solo 200 kilómetros de la sitiada Sarajevo, capital de Bosnia, en plena guerra de los Balcanes– y, el Departamento de Finanzas de los Estados Unidos, había advertido a Fischer que no jugara ya que, si lo hiciera, recibiría serias multas.
El 1 de septiembre de 1992, Fischer dio la primera conferencia de prensa en 20 años: cuando le preguntaron sobre la notificación recibida desde Washington, la sacó de su portafolios y, ante el asombro de todos, escupió sobre ella.
Como el duelo incumplía la orden explícita del presidente George H. W. Bush –que prohibía que los estadounidenses hicieran negocios en Yugoslavia–, entonces se emitió la orden de búsqueda y captura contra Fischer, al tiempo que trabaron embargo de sus cuentas en Suiza, donde había sido depositado el premio por derrotar de nuevo a Spassky.
En medio de su encono con su país natal, resurgió su ya conocido perfil antisemita, sin importarle que sus ancestros, tanto paternos como maternos, eran judíos. Su desvarío llegó al extremo el 11 de septiembre de 2001, cuando lo llamaron de la emisora filipina Radio Baguio para comentar los atentados a las Torres Gemelas, donde disparó sin anestesia: “Son noticias maravillosas. Es hora de que los putos Estados Unidos reciban una patada en la cabeza. Es hora de terminar con Estados Unidos de una puta vez. Aplaudo el acto (sic). A la mierda Estados Unidos. Quiero ver a Estados Unidos aniquilado. Estados Unidos se basa en las mentiras, en el robo. Mire todo lo que yo hice por Estados Unidos. Cuando gané el campeonato mundial, en 1972, tenían la imagen de ser un país de béisbol, nadie pensaba en él como un país intelectual. Yo cambié todo sin ayuda”.
Por si no había quedado claro, agregó: “¡Muerte al presidente Bush! ¡Muerte a Estados Unidos! ¡A la mierda los Estados Unidos! ¡A la mierda los judíos! Son criminales, mutilan a sus hijos, son asesinos, ladrones, bastardos mentirosos. Inventaron el Holocausto (sic). Hoy es un día maravilloso. Lloren, nenas, Lloren, cabrones. Ahora llega su hora”, remató.
Obviamente, tales barbaridades indignaron al mundo y a los Estados Unidos, que aumentó la presión internacional para detener al ex campeón mundial.
Su ocaso y amargo final
El 13 de julio de 2004 y, tras estar prófugo 12 años, Fischer fue detenido en el aeropuerto de Narita, Tokio, al intentar abordar un vuelo a Filipinas, ya que su pasaporte Z7792702 había sido declarado inválido por una orden federal de arresto por “delito grave”, que firmó el 11 de diciembre de 2003 el entonces presidente George Bush (h).
Así,mientras permanecía bajo custodia japonesa, el Departamento de Justicia de los Estados Unidos libró una orden de extradición en su contra para que cumpliera una pena de diez años de prisión y abonara una multa de 250.000 dólares. Fischer estuvo alojado en la cárcel del aeropuerto durante un mes y, luego, fue trasladado a un centro de inmigrantes en Ushiku, a 60 kilómetros de Tokio, donde permaneció aislado.
En su etapa en prisión, el 6 de septiembre de 2004 se casó con Miyoko Watai, una farmacéutica que, además, era la presidenta de la Asociación Japonesa de Ajedrez, quien lo acompañaría en la etapa final de su vida.
En esta compleja situación, la única opción para evitar ser extraditado era obtener un nuevo pasaporte –para tramitar la ciudadanía y pedir la residencia en un nuevo país–, ya que la figura de “refugiado político” o su renuncia a la nacionalidad estadounidense no eran suficientes.
Entonces, Fischer llamó a Saemi Palsson, quien había sido su guardaespaldas en 1972, cuando enfrentó a Spassky, y le pidió si podía gestionar su asilo en Islandia. Su viejo amigo se reunió con David Oddsson, ministro de Asuntos Exteriores islandés y, el 21 de marzo de 2005, el pedido de la ciudadanía de Fischer fue tratado por el Alpingi (parlamento). La sesión, con 42 legisladores presentes, arrojó 40 votos por el já (sí) y dos foröast (abstenciones).
Dos días después, Bobby Fischer, acompañado por su esposa, arribó al aeropuerto islandés de Keflavik en el vuelo SK984 de Scandinavian Airways –vía Dinamarca–, proveniente de Tokio. En total, en Japón había pasado nueves meses preso.
"(El ex presidente de Estados Unidos, George) Bush (h) y (el ex primer ministro japonés, Jun'ichir) Koizumi son criminales; merecen ser ahorcados", fue lo primero que dijo al arribar a la tierra que le dio asilo, desaliñado y vestido casi como un pordiosero.
Vivió en Klappirstigur Street 7, cerca de los negocios de Laugavegur, la principal arteria comercial de Reikiavik. Leía mucho –sobre todo libros de historia y filosofía– y, las pocas veces en que salía, comía en un restaurante vegetariano y visitaba la librería Bókin.
Sus manías persecutorias se acentuaron en la capital islandesa. Se negó a que un dentista le colocara una amalgama al sostener que “eso es muy peligroso; los rusos acostumbran a montar pequeños transmisores para escucharte".
Tampoco tomaba baños termales por temor a ser envenenado, y se negaba a cualquier tratamiento psiquiátrico. Desconfiaba de todo y de todos.
Cuando la prensa internacional descubrió dónde vivía, se multiplicaron los pedidos de entrevistas, a los que sistemáticamente se negó. Tratando de huir del acoso, cuando buscó un nuevo país para ocultarse, el pedido de su captura por parte del FBI se encontraba vigente en 368 aeropuertos del mundo.
Entonces, se mudó a un departamento de tres ambientes con vista al mar, en el 9° piso de Espergerdi Street y, a mediados de 2007, su salud comenzó a deteriorarse rápidamente. Fischer siempre se opuso a medicina tradicional occidental, hasta que –mortificado por los dolores– aceptó ir a una clínica siempre que no le administraran drogas, ni lo obligaran a ingerir analgésicos, tomarle muestras de sangre, o le tomaran radiografías.
El diagnóstico fue insuficiencia renal. Regresó a su domicilio y, meses después, tras la cena de navidad de 2007, los dolores ya eran insoportables, pero ratificó su negativa a internarse. La infección era incontrolable, la fiebre ascendía y, a principios del año siguiente, una solución momentánea fue aplicarle los primeros parches con morfina.
El 16 de enero, Fischer autorizó su traslado al Landspitali, el hospital de la Universidad de Reikiavik pero, su estado, ya era crítico. Pasó la noche merced a los calmantes que le aplicaron hasta que, su corazón, se detuvo a las 12 del jueves 17 de enero de 2008.
Fue sepultado el 21 de enero, a las 5, en el cementerio de la iglesia luterana de Laugardalur, a las afueras de la ciudad de Selfoss, a 60 kilómetros al sureste de Reikiavik. Los únicos presentes fueron su esposa y la familia Sverrison (Gardar, Kristin y sus dos hijos), los más estrechos amigos que tuvo en Islandia.
En una entrevista que le realizó, el presentador de televisión Dick Cavett dijo sobre él: “Asumimos que los genios son criaturas bendecidas que no tienen que trabajar duro para conseguir sus objetivos. Lo que es difícil para nosotros, resulta fácil para ellos. Pero Bobby, cuando era un niño –con un cociente intelectual que bordeaba los 200 puntos–, le dedicaba al ajedrez de 10 a 15 horas de esfuerzo mental y fuerte concentración, algo que mataría a una persona normal… O al menos me mataría a mí”.
Esa mente brillante le dio a Bobby Fischer un aura de leyenda –que lo convirtió en uno de los personajes más emblemáticos del siglo XX– y le permitió ser más que el ajedrez: le permitió ser Historia. Pero fue la misma que se deterioró y, tras llegar al cielo con el campeonato mundial, lo llevó sin escalas a los infiernos de la paranoia y la locura.
Recién con su muerte, su alma atormentada encontraría lo que tanto anhelaba: paz. Y se fue a los 64, el mismo número de casilleros de un tablero de ajedrez.