Desde la última butaca

El mal no existe

Brillan en esta cinta dos razones extracinematograficas. Por una parte, su mensaje ideológico (ese cochinillo taimado y provocador que lastra una obra de arte por su evidente maniqueismo), no brilla en su trasfondo. El director anda por otras ramas y no se detiene en “aplicar justicia a los oprimidos”. Aquí no hay batalla entre pobres y ricos, sino que cada uno ocupa su lugar, punto. El agua no llega a la superficie. La segunda razón es el divorcio de Ryusuke Hamaguchi con el cine comericial, ese que aupa aventuras, thrillers, Ciencia Ficción, tráfico de drogas, etc. No es que su filme carezca de elementos de suspenso, pero el director los maneja con misterio, sutileza casi fotográfica, y un final abierto que todos podemos entender sin necesidad de complicar su trama con elementos propios del cine de Occidente.

Hamaguchi, a ratos, recuerda a Yasujiro Ozu y a otros grandes que no olvidaron acudir a un discurso cinematográfico para trascender costumbres orientales y enmarcar los valores de la tradición japonesa a lo largo de su historia.

Admiro su fotografía, a ratos ampulosa y lenta, (lo que ya es tradición en algunas obras del cine de ese país); cae como pincelada informativa de lo que pudiera suceder en aquella zona rural. No es tradición frente a modernidad. Es sentido común. Admiro el encanto de la música de Eiko Kitagawa, una sinfonía donde los violines suenan con la misma voz de las montañas junto a una economía de recursos poderosa. Es clave la video conferencia del joven dueño del posible futuro camping con sus empleados, rechazando los cuestionamientos de los habitantes del lugar por razones mercuriales.

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