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“Campo visual”, de Kathleen Jamie

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Darío Jaramillo AgudeloBogotá, Colombia

Sobre Kathleen Jamie (Renfrewshire, Escocia, 1962) dijo John Berger que “sin dejarse llevar por el exotismo, con los pies en el suelo, Kathleen Jamie traduce a palabras tangibles lo indefinible”.,

Cómo es uno por dentro: visita un laboratorio de patología. El patólogo le muestra “una cosa de aspecto encharcado (…) con un tamaño alarmantemente grande, de unos veinticinco centímetros de largo, de aspecto gomoso y color rosa pardo, envuelta en grasa y membranas”. Era parte del colon de una persona. También le muestran un corazón: “los órganos, fríos, permanecían en la fría bandeja. No clamaban ni sugerían grandes significados; eran blandos, vulnerables, no especialmente bonitos y olían cada vez más a carne cruda (…). El olor del corazón me obsesionaba”.

Esta visita le despierta sensaciones nuevas: “el interior del cuerpo: fontanería y paisajes, y bacterias. El mundo exterior también se había abierto de golpe, como una puerta, y me pregunté entonces y me sigo preguntando ahora: ¿qué es exactamente lo que no conseguimos ver?”.

Visita la excavación de un ‘crómlech’, la palabra fue utilizada por primera vez en Stonehenge y da “nombre a cualquier cercamiento neolítico circular, es decir, a un círculo de piedras verticales o de postes de madera, con una zanja circundante y, a veces, un terraplén”. Allí es tajante: “no tenemos manera alguna de saber lo que sucedía realmente en ese lugar hace tanto, tanto tiempo: en qué época del año tenía lugar, lo que sucediera y quiénes peregrinaban para asistir y desde dónde, cómo llegaban al lugar, si venían en barco o a pie y si había alguna distinción entre aquellos a quienes se consideraba dignos de entrar en el sanctasanctórum (…) y aquellos que como el gentío que se apiñaba delante de las catedrales, tenían que permanecer a cierta distancia”. Y aclara, no sin ironía, que “la técnica del arqueólogo se basa en ser capaz de diferenciar un algo de una nada; la intención humana de la naturaleza o del azar. Aprenden a leer las piedras, pero a veces la piedra se niega a decir nada”. Jamie comenta –¿concluye? –: “sabemos que somos una especie obsesionada consigo misma y con su pasado y sus orígenes. Sabemos que somos capaces de sacar esquirlas y fragmentos de su refugio bajo tierra y disponerlos con el mayor cuidado en las vitrinas de los museos. Grandes museos en grandes ciudades: los hitos de la civilización”.

No alcanzo a referirme a todas las crónicas que hay aquí, pero tampoco puedo omitir la comparación que hace cuando amanece observando la aurora boreal: “si pudiéramos degustar la verde aurora boreal, nos burbujearía en la boca y nos sabría a crème de menthe”.

La señora Jamie tiene una indiscutible predilección por las islas al norte de la Gran Bretaña. Las Shetland, las Hébridas, otras que están aún más al norte. Navegando, cuenta las formas de orientarse de los primeros hombres de quienes se tiene noticia que pasaron por esos mismos lugares: “los vikingos utilizaban los cuervos para la navegación, pues en esas latitudes, en verano, no hay estrellas visibles. Las antiguas sagas cuentan que los pobladores vikingos de Islandia llevaban cuervos. Cuando no había tierra a la vista, y las embarcaciones cabeceaban entre las olas, soltaban un cuervo y lo observaban; el cuervo ascendía hasta que estaba lo bastante alto para ver tierra. Y hacia donde se dirigía el cuervo, ponían la proa de sus embarcaciones abiertas y lo seguían. Puede que fueran también los cuervos los que los trajeron hasta aquí, en alguna de sus travesías, hace mil años. Mil años. Un abrir y cerrar de ojos”.

Visita un acantilado en donde se instaló una colonia de alcatraces: “todo era mugre y ruido”, dice, “nos habíamos entregado al alboroto de los alcatraces en la época de cría. Para mí, que no soy ornitóloga, la colonia era puro sonido, puro espectáculo. La pared del acantilado que tenía delante equivalía a mil viñetas desplegadas en una pantalla. Llegadas y partidas, vínculos, riñas y peleas. Unos pájaros se saludaban alzando los largos cuellos, otros estaban suspendidos en el aire, cuerpos cuellos colgados por debajo de las alas, como si unas pinzas invisibles los sostuvieran en el aire”.

La más larga de las crónicas es acerca de St Kilda, “una isla que es toda ella acantilados adornados con pájaros”, situada al norte y al oeste de las Hébridas. Allí hubo habitantes durante siglos, ¿o milenios?, gentes que vivían en unas casas negras, “techadas con paja y sin ventanas, con un hogar en el centro y un espacio para los animales en un extremo (…), lo más alejado del lujo que se pueda imaginar, pero funcionaban”. A principios del siglo XIX fue a St Kilda un hombre rico y generoso que pensó en hacerles “unas casas mejores, o lo que él entendía por mejores, con una chimenea para la salida del humo y ventanas con cristales y un establo separado para los animales”. Las casas producto del progreso se terminaron en 1860: “puede que fueran modernas, al estilo de las viviendas rurales del resto del país, pero no supusieron mejora alguna. Eran húmedas y tenían muchos inconvenientes. El hombre pensó que les estaba haciendo un favor, pero estas nuevas casas tenían ventanas, y si los cristales se rompían, ¿dónde iban a encontrar cristales nuevos en una isla remota? Necesitan pintura, maderas… ¿Y de dónde sacar la madera en una isla en la que no hay árboles?”.

En 1926 salieron de St Kilda los últimos habitantes nativos de allí. Luego, la isla y sus islas cercanas pasaron a ser estaciones en parte militares, en parte científicas, del estado escocés.

Kathleen Jamie se recorre íntegra la isla acompañando una misión que está haciendo mapas al detalle de la cultura material de la isla; inventariaban y retrataban y geolocalizaban al centímetro toda huella de la intervención humana en ese lugar: “a decir verdad, este nivel de escrutinio me ponía un poco nerviosa. Era desconcertante ser todo el tiempo consciente de los satélites que rondaban sobre el cielo, invisibles, mientras examinábamos un paisaje que otros habían creado y dejado atrás”.

También, y mucho más al norte, visita la isla de North Rona, donde observa orcas y encuentra el cadáver de un pájaro con un anillo colocado allí por investigadores del British Museum. Es allí cuando me entero de que “hasta el siglo XX no se confirmó que las aves migran; parecía improbable que las golondrinas, por ejemplo, volaran desde el norte de Europa hasta el sur de África. Estaba claro que en otoño desaparecían y reaparecían al final de la primavera, pero la gente pensaba que sencillamente se escondían o hibernaban en el fondo de las lagunas o los lagos”.

Visita el museo de historia natural de Bergen, Noruega, donde hay “veinticuatro esqueletos de cetáceos apiñados bajo el techo”.

Y visita una cueva en donde hay trazas de que fue usada por hombres primitivos. Jamie trasmite la sensación de estar adentro, “hemos entrado en un cuerpo y nos movemos por sus conductos, canales y centros de procesado”, que “era un espacio comunal, donde estaban todos juntos. Había sido utilizado durante miles de años. Puede que fuera aterrador arrastrarse aquí dentro con una antorcha de sebo, pasar por las estalagmitas y subir la rampa de piedra, pero mejor aquí que a la intemperie, con las inclemencias y las fieras nocturnas”. Y concluye sobre el pasado: “hubo un tiempo, hasta bastante recientemente en el orden del Universo, en el que no había animales salvajes porque todos los animales eran salvajes; y apenas había humanos. Los animales, la presencia animal, nos superaban, nos rodeaban. Nuestro mismo horizonte lo componían los animales. Sus pieles abrigaban nuestra piel, su grasa encendía nuestras lámparas, sus vejigas trasportaban nuestra agua, y su carne nos alimentaba, cuando podíamos conseguirla”.

“Cuando distinguimos y separamos, nos ponemos muy serios. Pero cuando relacionamos, cuando decimos, mira, esto parece un vestido o un búho, o me parezco a ti, entonces nos reímos”.

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