Un barco que se hunde

Este mundo no me pertenece. Mi tiempo se frotó los ojos antes de enfrentar la quietud de las mareas.

A veces pienso que no existo. Mi piel no resiste la mordida del hereje. He cambiado rabia por cordura.

Antes vestía de cuello y corbata, zapatos de un color y salía a la calle sin temor a desdoblarme. Saludaba a cualquiera con la misma hipocresía que el fantasma del parque. Hoy hago lo contrario. Y soy mucho más feliz.

Me molesta no amar la intimidad. No sentir remordimiento por dejar de atender la carta ilustre. Y de mirar las hojas caer.

He sido el puntual descubridor del absurdo. Y temo volver a equivocarme. Por eso nada tengo que ver con las mordidas. Me he vuelto un hombre común, que ya no habla en alta voz y que atiende sus urgencias con una antorcha en las manos.

Ante el acto de temor acepto la aventura inundada: todavía siento a un joven que se resiste a morir, un joven que vestía de franela con zapatos maltratados: Ese joven todavía quiere saltar entre los árboles y gritar su entusiasmo por las furias. No deseo arrancarme su antifaz. Mientras no lo haga seguiré quedando bien con todos y mi cabeza no tendrá precio.

A prueba de odios quedaré si arranco la mueca de mi piel. No llegaré al altar de la impaciencia libre de injurias. Tampoco subiré al cadalso sin cumplir el desafío.

No creo en utopías. La lluvia no dejaba de mojarme.

Con desprotección es mejor que vivir porque entraña tentaciones. Los puertos siempre aguardan la llegada de los barcos para hundirlos.

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