PELÍCULA

La mala educación

Hoy vuelvo a esta película con un sentido no convencional. Voy a sacar de ella el morbo. No me voy a referir a la denuncia contra la iglesia, ni mucho menos a la pedofilia.

En este escrito pretendo el centro de la categoría “mala educación”, como modelo de conducta envuelta en una trama de ficción. Vamos, pues, a ese intenso mundo de metamensajes e inferencias que nos alertan de ciertos peligros del poder y sus secuelas en su afán de aplastar todo lo que no sea del agrado a su olfato. Cuando alguien no hace lo que algunos ojos quieren ver y ciertos oídos pretenden escuchar.

El escenario

La educación, buena o mala, tiene evidentes roces con la dignidad. Categorías como sumisión, arrogancia, y prepotencia son sugeridas una y otra vez mediante escenas cargadas de una doble lectura que a ratos nos recuerdan ciertas teorías del poder y sus devaneos en distintas etapas de la historia humana.

Esa supuesta inocencia del personaje que llega con un guión cinematográfico a la casa del que supuestamente fue el culpable de la muerte de su hermano, guarda inevitable relación con las peripecias del Cardenal Richeleu quien, con su eterna doble moral, buscaba enfrentar, minimizar, extorsionar, corromper y maltratar a todo el que se interpusiera en sus intereses. En la película, los personajes crecen llenos de soberbia y ven fantasmas hasta dentro de su propio mundo interior.

Conceptos como “Servicio educativo” o “Visitante” entrañan categorías que, en su cine, son usados como pretexto para golpear los principios éticos que deberían regir las relaciones interpersonales, al menos, cuando estas relaciones ocurren de manera transparente a partir de la mal llamada “buena fe”.

El primer aviso del filme nos llega con los niños que asisten de manera ingenua al seminario. Dicho de otra forma, Almodóvar retrata en ellos a quien asiste a un lugar al que ha sido invitado por la puerta delantera.

Los misioneros anfitriones reciben al ingenuo visitante en apariencia con los brazos abiertos pero, cuando está dentro le cambian el programa en un abrir y cerrar de ojos y sin tiempo para huir o recapacitar. Con esta actitud, los mecanismos de defensa de esos niños, es decir, del visitante, es cortado en mil pedazos.

Aunque no se edulcora con imágenes sacras, la gratitud en esta película toma un matiz de contracultura. Todos los personajes son ingratos, preparados para ver fantasmas donde no los hay. Bajo ese supuesto se explora el principio del complejo de inferioridad: hacer pagar al indefenso por la dimensión del supuesto símbolo que porta, y no por posibles desviaciones de su pecado. Esto aporta a película una lectura a la inversa.

En honor al Seminarista mayor, los personajes leales a él cumplen órdenes vulnerables sin ningún remordimiento y sin distinguir ni a tirios ni a troyanos. Saben que sus cabezas pueden rodar y, por preservarlas, deben actuar a conveniencia de las circunstancias, aún cuando dentro del corazón se mueva un angelito que les susurre todo lo contrario.

Ante tales acontecimientos, la gratitud, en el cine de Almodóvar, se vuelve una pieza de hondos dramatismos, que no se puede medir por el nivel de sumisión de los agraviados ni por la manera de entender que a éstos no les queda más remedio que mostrar disciplinado respeto por razones de poder a quienes deben agraviar. Por tanto, la dimensión de la gratitud adquiere connotaciones profanas.

Es interesante ver cómo sus personajes, dentro de la misma película, saltan de una historia a otra, a veces vestidos de mujer, otras de hombre, portando ñen todos los casos- un resentimiento que les corroe el alma. En ellos no hay perdón, ni risa, ni deseos de redención porque saben aplicar la ley de las desavenencias con la sangre fría y la conciencia complicada.

Tal vez por ello, el filme se desarrolla en cuatro escenarios distintos que aparecen y desaparecen delante de nosotros como si fueran uno solo y al final, sólo al final, sabemos que todos, absolutamente todos necesarios y protagonistas- no son más que simples piezas de un pantano.

El legado de un maestro

Pedro Almodóvar ha hecho, evidentemente, una película a favor de los espectadores, aunque él mismo diga lo contrario. En “La mala educación” somos testigos de un espectáculo visual crudo que nos alerta de nuestras propias destrucciones y en el cual podemos vernos reflejados una que otra vez porque tiene el ingrediente de saber sacar el lado oscuro sin demasiados rodeos intelectuales.

Que sus excesos no sean todo lo convincentes que debieran ante la mirada sagaz de algunos, no es óbice para invocar su inefectividad artística. Por el contrario, tales distracciones le otorgan una vigencia cultural que mucha falta le hacía al cine moderno.

Estos personajes son los mismos que hoy se mueven a nuestro lado a cada instante, los que nos convocan, nos aplauden, nos celebran y, porque también no decirlo, nos viran las espaldas cuando saltan las torcazas con inusitado entusiasmo en las márgenes de cielo.

Coda

Un buen día, una piedra gigantesca impactará en la frente de todos los mortales. Hechos añicos saltaremos al espacio. O lo que es peor: la Tierra se acercará demasiado al sol y, como muestra de su inevitable destino traslaticio, el calor del astro llevará a otra galaxia los dibujos, gestas y egos de todos los invitados y anfitriones.

Este es el gran mensaje de la cinta de Almodóvar y que, sin sutilezas, sin dramatismos. Con circo y todo incluido. Una historia laberíntica, con visitas dentro de visitas, donde el rencor, el recelo y el odio son los ingredientes básicos de un mundo donde no hay cabida para la tolerancia. Los personajes de “La mala educación” están infectados por un rencor que se agudiza a medida que transcurre el metraje.

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