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Un libro de crónicas urbanas

Los Rituales del Caos, de Carlos Monsiváis, ha marcado a la sociedad mexicana de finales del siglo XX. Con más de seis reimpresiones en menos de tres años, se convirtió en un acontecimiento literario.

Publicado por Ediciones Era, el tomo contiene una serie de crónicas, reportajes y ensayos que retratan el contexto y la problemática de su país, en medio del caos existencial y la insoportable presencia de las horas que caen, como espada de Damocles, contra el misterio de la vida cotidiana.

Es un libro insólito, de doble lectura, a pesar de la aparente inmediatez de algunas de sus crónicas. Pero cuidado con confundirlas: estas páginas poseen un trasfondo escritural que sintetiza la tan añorada sencillez que José Martí pedía al escritor. Monsiváis no solo fue uno de los más cotizados intelectuales de su tiempo, sino un consagrado trabajador de la palabra escrita, a la que supo arrancarle sus circunstancias y prominencias. Es difícil entender que un intelectual de su categoría se ocupe de retratar a una muchacha como Gloria Trevi en medio de su conflicto; ni que valore la sinrazón de Luis Miguel, ni se incline ante la cultura del bolero mexicano. Monsiváis consagró su vida a estudiar la evolución de su país, el alma inquieta, vivaz y esperanzadora del mexicano frente a la desgarradora penetración cultural a través de sus fronteras físicas.

Ese conocimiento, esa devoción por la insondable identidad más que testigo de su época, lo transformó en un termómetro objetivo del alma nacional. Sus ensayos, crónicas y artículos reflejan la historia social con más hondura que muchos libros de historia.

Los Rituales del Caos es un retrato de la misma personalidad creadora de su autor quien, para desarrollar su extensa obra literaria se ha tenido que mover por las altas, medias y bajas esferas sociales; ha comulgado en los sagrados templos del Olimpo y ha amanecido en lúgubres espacios, junto a aquellos que “nada tienen que perder”.

Aquí no hay medias tintas: Monsiváis fue capaz de homenajear al lúcido intelectual que no se dejó aplastar por la política: “Bienaventurado el que lee, y más bienaventurado el que no se estremece ante la cimitarra de la economía” (p. 248), sin olvidarse de la hora del control remoto: “en estos años, el control remoto es el principio y el fin de la democratización” (p. 59), ni de la legitimidad: “Ahora, la legitimidad es asunto de números, en la estadística se suelen hallar la validez de una creencia, y lo que no se multiplica traiciona a la razón de ser del mundo contemporáneo” (p. 38).

Los Rituales del Caos enfrenta una dramática visión nacionalista donde “la explosión demográfica no es sino el encarnizado combate entre las mayorías de ayer y las de mañana” (p. 38).

Todos estos postulados aparecen recogidos a manera incidental, casi invisibles, sugeridos o endulzados. Porque su pensamiento no va en busca de una historia verídica llena de rumbos circulantes, sino el pretexto para las parábolas: Su ejercicio del criterio, el sonido de su intenso peregrinar por conciencias y amaneceres grávidos o ingrávidos, permiten acotar estas dramatizaciones, desde el mismo comienzo del libro y que más que un criticismo francotirador, presenta su amor por la tierra que lo vio nacer.

El párrafo con que empieza el libro es ejemplar:

‘‘¿A dónde se fue el chovinismo del ‘Como México no hay dos’?

México es la ciudad más contaminada del planeta.

México es la ciudad en donde lo insólito sería que un acto fracase por inasistencia.

México es la ciudad donde lo invivible tiene sus compensaciones’’ (p. 19).

Las crónicas urbanas de Los Rituales del Caos son un importante aporte al pensamiento social contemporáneo de América Latina por esa doble lectura que nos deja frente a una fría caricatura maquillada, sin un trasfondo esperanzador: el tiempo de mezquindades.

Todas estas crónicas aunque escritas partiendo de temáticas populistas (en el mejor sentido de la palabra), apuntan al corazón de sus personajes, es decir, al discurso valioso de sus imágenes sociales, sin olvidar, claro está, la manipulación que de estas imágenes pretenden los pretendidos: el Niño Fidencio, Sting, Julio César Chávez, las revistas de moda, el sexo en la sociedad de masas, etc. Es un compendio de episodios que desentraña el caos contemporáneo, resquebraja el mito del “sueño americano”, del éxito individual, y despejan la duda de la irrealidad. Porque todos estos personajes, llenos de buenas intenciones, con sus virtudes, defectos, extrañamientos, desdoblamientos y denuncias, no son otra cosa que la sublimidad de un país donde la línea divisoria entre lo valedero y lo superficial, además de no existir, permitió que ambas categorías se confundieran en un solo abismo que amenaza entrampar.

Monsiváis desentraña hasta sus últimas consecuencias el ambiguo mundo del “relajo” que exhiben las inconductas de sus protagonistas, no como censor, sino como expositor existencial para advertir el suicidio de la razón.

Y ese caos se transforma en mito en una sociedad que lo acepta y lo mistifica todo porque entiende que el dinero es lo único que otorga bienestar y progreso.

A partir de esta óptica podemos entender el alcance de su sabiduría para estos finales de siglo.

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